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Melissa McCarthy, la nueva reina de la comedia americana
Con los éxitos de Ladrona de identidades (Identity Thief) y Armadas y peligrosas (The Heat), la actriz pletórica de rollos de Damas en guerra y de la serie Mike & Molly es la figura del momento. Una buena excusa para repasar su carrera y analizar a las gordas en el cine.
En principio nadie puede estar en contra de la abundancia pero cuando se trata de las gordas del cine, la abundancia se vuelve ambigua: si tengo que pensar en grandes gordas de película, por la intensidad de la impresión me viene a la mente primero que nada la almacenera de Amarcord, con su gordura materna bien delineada por la ropa interior de la época, cintura marcada, culo redondo como un planeta y dos tetas inabarcables, más grande cada una de ellas que la cabeza del adolescente que desesperado de calentura, la va a buscar una noche a la hora de cerrar el almacén para levantársela, digamos (y muy literalmente, si recuerdan). Ahí Federico Fellini encuentra en la gordura una manera de hacer visible la sensación de que para el flaquito que todavía ni debutó, la mujer es gigante, una fuerza con la que no se da abasto, como en Las tentaciones del Doctor Antonio –el episodio dirigido por él de Boccaccio 70- la encontró en una Anita Ekberg aumentada, de varios pisos de altura, que persigue a un hombrecito disminuido y asustado.
Pero aunque puede haber puntos en común entre esas dos mujeres excesivas, lo cierto es que la mujer curvilínea -sea la Ekberg o cualquier otra que rompa un poco el molde de modelito actual- suele ser objeto de deseo admitido y protagonista de aventuras eróticas o amorosas, o hasta motivo de jactancia para los que se creen más osados por gustar de cuerpos que podrían resultar cuestionables para las candidatas a anoréxicas, mientras que la mujer gorda suele caer por su propio peso en el terreno de los fetichismos, si hablamos de fantasías, o en los extremos de la comedia más ridícula o el drama de tonalidades grotescas, en lo que respecta a lo cinematográfico. Miss Piggy podrá ser una chanchita rozagante y feliz, apasionada y entusiasta, complemento perfecto en lo amoroso de una rana escuálida y flemática como René, pero en el cine de personas de carne y hueso (que no suele rebasar cierto porcentaje de carne por cantidad de huesos), las gordas casi nunca están para vivir sentimientos delicados o para enamorarse.
Hace un par de años hubo una excepción en aquella peluquera rubia de Doris Dörrie que perseguía en Die Friseuse el sueño de abrir un local propio mientras luchaba para parar la olla y mantener como madre soltera a una hija adolescente que prefería no mostrar a la mamá en público; en ella la gordura era apenas una dificultad más, un motivo de burla para los otros –-esas villanas de la peluquería cheta que le desconfiaban al buen gusto posible de la estridente Kathi- y un esfuerzo extra cuando tenía que acudir a una soguita para empujarse cada mañana de la cama. A su protagonista, Dörrie la filmó desnuda, abundante y mojada, y sin hacer “comentarios” al respecto (quiero decir, sin buscar la belleza de ese cuerpo en aras de la corrección política ni explotar el potencial grotesco de las dificultades físicas y concretas para salir de la cama, pidiendo para su peluquera lástima o espanto), pero me acuerdo que en la sala del festival de Mar del Plata en la que vi la película, buena parte del público se reía todo el tiempo como si la sola presencia de una gorda en la pantalla fuera signo de comedia. Y también, probablemente, por incomodidad -¿con cuánta frecuencia se ven gordos desnudos?-, por no saber de qué otro modo mirar a la peluquera bañándose con tanto realismo como se bañan la mayoría de los personajes de las películas independientes. McCarthy con Sandra Bullock en The Heat (Armadas y peligrosas).
Lo que es seguro es que cuando en la pantalla aparece la gordura, algo pasa. En el cine los cuerpos son visibles pero algunos lo son más que otros y con la gordura, la visibilidad estalla (no solamente porque el tamaño y la excepcionalidad mismos son un imán sino porque algo, algo de pesadilla o de deseo primitivo, agita esa abundancia). La indiferencia es imposible frente a los grandes volúmenes de una abundancia que en este mundo está absolutamente prohibida -desde todo punto de vista, ya sea clínico, moral o estético-, y genera reacciones y matices que van desde la Gabourey Sidibe de Preciosa hasta Queen Latifah, desde la gorda trash hasta la bonachona que se redime por compensar el exceso con una piel hermosa y el pelo bien alisado (sobre todo si para colmo es negra), o por tener una sonrisa espléndida y el corazón más grande que la panza.
La comediante más exitosa del momento es Melissa McCarthy y recorrió en pocos años casi todos los puntos de ese arco: tal vez algunos (y más probablemente algunas) la recuerden como Sookie, la cocinera del pueblito bizarro de Gilmore Girls, donde estaba la mitad del tiempo metida en la cocina y haciendo delicias que eran casi redundantes con respecto a sus mejillas de manzana y su dulzura de tarta casera. Actualmente Melissa protagoniza la serie Mike & Molly en Warner -como media naranja o algún otro cítrico más voluminoso de una pareja enamorada, pero claro, su marido también es gordo- pero el verdadero disparo lo tuvo en el cine con Damas en guerra (Bridesmaids), donde interpretó a una machona del grupo de damas de honor que parecía torta y camionera pero resultaba ser agente secreto y afortunada en el amor y el levante.
Como capitana y campeona del chiste escatológico en un equipo que se prestaba entero para el chiste escatológico (recuérdese que todas las bridesmaids se cagaban y vomitaban en el baño), Melissa no tuvo reparos en ser la más -en calidad y cantidad- bestia y se abrió paso en la comedia bestial, ya muy lejos de aquella linda Sookie. Últimamente los papeles le engordaron hasta convertirse en protagónicos, y después de un toco y me voy que brilla de improvisación en Bienvenido a los 40 / This is 40 (como mamá cabrona y violentada de un compañerito de colegio que les canta la justa a esa parejita de poster que también podían ser Leslie Mann y Paul Rudd), y otro en ¿Qué pasó ayer? Parte III, Melissa acaba de estrenar con enorme suceso en los Estados Unidos The Heat (Armadas y peligrosas), un policial donde le hace de copiloto a Sandra Bullock, y en nuestros cines se viene también Ladrona de identidades, una comedia con título milagrosamente intacto en la traducción (en inglés, Identity Thief), amarguísima, donde la gordura de Melissa es doble y totalmente norteamericana. Con Jason Bateman en Ladrona de identidades.
Porque el personaje semi anónimo de McCarthy (que usurpa el nombre “unisex” de su contrincante Jason Bateman, Sandy) no necesita tener barras y estrellas pintadas en la cara para ser todo lo que la gran nación viene mostrando, a gritos estridentes de comedia o confesiones llorosas de reality, sobre un país engordado a fuerza de una industria desmesurada de fast food y largas horas de sofá, tele prendida y bolsotas de chips. Si el sueño americano ahora es dormirse frente al televisor, la residente de Florida que interpreta Melissa McCarthy en Ladrona de identidades le agrega un componente casi mágico: ella roba datos y luego duplica tarjetas de crédito para reventarlas en pocas horas en algo que no se parece demasiado al placer, a juzgar por el amontonamiento de licuadoras, electrodomésticos y otras porquerías, todas sin usar, que tiene en su casa.
Melissa, que no deja de sumar papeles y les está pasando el trapo en recaudaciones (considerando que son sus primeros protagónicos) a otros comediantes varones como Will Ferrell, Steve Carrell, Jason Bateman o Seth Rogen, interpreta esta vez a una hoarder (acumuladora, una raza que hasta tiene su propio reality): no usa casi nada de lo que compra, simplemente quiere tener dos, tres, cuatro ejemplares de lo mismo como para fundamentar la ilusión de que la reserva nunca puede acabarse, y también porque el placer está en comprar en sí, en lo efímero de un acto tan fugaz como el de comer un plato súper tentador, pero que engorda. La gordura de Melissa acá es moral, y es el correlato corporal de esos estantes repletos de mercadería, a pesar de que la película nos irá revelando ese otro costado de gordita bonachona capaz de redimirla.
Ladrona de identidades es brutal con su protagonista (da a entender varias veces que a un flaco no le puede gustar una gorda, que el sexo de las gordas es ridículo y otras animaladas de esa especie que después de todo son propias de la especie comedia) y, en cambio, es totalmente benigna con el padre de una familia tipo temeroso de perder el empleo y bastante lavado que interpreta Jason Bateman, pero lo importante no es tanto eso como lo que la comediante es capaz de hacer con la tela que le dan para cortar, porque la diversión es toda de ella. Sobre todo en una película donde Amanda Peet es fea y Jason Bateman es el mismo deja vu insulso de otras veces, mientras que Melissa (que es bella sin que a nadie le importe), más que de la policía o de un Bateman enfurecido, parece escaparse todo el tiempo de una película que trata de domarla -a ella y a ese cuerpo gordo rompe-moldes que también puede encarnar abundantemente una clase incorsetable de rebeldía- y uno no deja de desear todo el tiempo que nunca lo consiga.
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Nuevo aporte de nuestro columnista experto en legislación cinematográfica.
<p>Muy buena columna, me acuerdo de la película de Doris Dorrie, creo haber percibido lo mismo respecto del público</p>
<p>Muy buen síntoma que se pierda el prejuicio hacia las actrices gordas. Lindo texto. Melissa es lo más.</p>
<p>A mí la columna -como todas las de Marina me gustó mucho y, al revés de lo que dice Mariano, me parece que conoce del tema porque da muchos ejemplos.</p> <p>Ah, Mariano, antes de decir que una columna es lamentable, aprendé a redactar las oraciones: \"Lo genial de MM como ACTRICES de comedia\", ja ja</p>
<p>Lamentable columna, la introducción sobre los cuerpos en el cine muestra una falta de investigación y conocimiento en ambos temas (cine y sobrepeso). Mas allá de lo genial e increíble de Melissa McCarthy como actrices de comedia.</p>