Columnistas
(Desde NYC) Tres gemas de Reichardt, Benning y Ruiz
El reciente Festival de Nueva York regaló, entre otras joyas, Meek’s Cutoff., de Kelly Reichardt; Ruhr, de James Benning; y Mistérios de Lisboa, de Raúl Ruiz.
Más de un fan de las películas de Kelly Reichardt quedará desconcertado por una propuesta como Meek’s Cutoff. Con films como Old Joy (2006), una melancólica oda a una amistad resquebrajada, y Wendy and Lucy (2008), una delicada fábula sobre el amor de una joven hacia su perra, Reichardt ha demostrado poseer un don natural para el retrato de microcosmos sentimentales en los que se hallan encapsuladas radiografías sociales y generacionales. Una proyecto artístico que aspira al conocimiento a través de la emoción. ¿Pero qué sucedería si extrajésemos de esa ecuación fílmica el componente sentimental? ¿Soportaría el “método Reichardt” un proceso de vaciado de su energía emotiva? Ese parece ser el reto que se propone la directora neoyorquina en Meek’s Cutoff, una de las películas más áridas que ha dado el cine reciente.
De partida, Reichardt se aleja de los esquemas narrativos minimalistas que formaban el esqueleto de sus dos anteriores películas, construidas alrededor de carismáticos dúos protagonistas. Meek’s Cutoff juega con una estructura más coral, la que forman los siete miembros (tres hombres, tres mujeres y un niño) de una caravana que transita el desierto de Oregon en 1845. En su accidentada travesía, los guía Stephen Meek (Bruce Greenwood), cuya figura estoica y taciturna hace pensar en un personaje salido del rincón más turbio del imaginario de Cormac McCarthy. Así, durante casi toda la primera mitad del film, Reichardt se dedica a retratar el errático avance de la expedición, haciendo hincapié en los rituales cotidianos del grupo: la bendición e ingesta de alimentos, los altos en el camino, los trabajos manuales de las mujeres... Los tiempos muertos generalmente obviados por el western clásico. De hecho, Meek’s Cutoff podría entenderse como una destilación de los westerns itinerantes de Anthony Mann -en realidad, todo el cine de Reichardt parece conjugarse “en tránsito”-, con el valor añadido de que retoma el espíritu hermético y distanciado que Monte Hellman imprimió al género en los años '60.
A este trabajo de depuración narrativa cabe sumar la deslumbrante belleza de la película, el más rico en cuanto a texturas de los realizados por Reichardt hasta la fecha, y el primero en 35 mm. En un derroche de virtuosismo fotográfico, Reichardt (acompañada por el DF Chris Blauvelt) explora una amplia gama de tonalidades, entre la luminosidad aplastante del desierto soleado a la oscuridad total que rodea a los personajes en sus habituales reuniones alrededor de hogueras. Entremedio, todo un repertorio de azules y ocres, que alcanzan una densidad casi táctil cuando el cielo se encapota (progresivamente a lo largo del film) o cuando una espesura entre verdosa y grisácea envuelve a los personajes en el interior de sus caravanas -momentos en los que las figuras parecen adquirir un aura brumosa, característica del periodo mudo-. Además, el equilibrio dinámico de los encuadres, que basculan entre el sosiego simétrico y la expresividad descentrada, se ve fortalecido por el poderoso uso del formato cuadrado, el 1.33:1.
Reichardt y Blauvelt (que trabajó como asistente de cámara en la “trilogía de la muerte” de Gus Van Sant) aprovechan al máximo el choque entre la naturaleza expansiva del paisaje, la inmensidad del desierto, y la cualidad opresiva del formato cuadrado. El resultado apela a una épica intimista que mira desde la distancia la mística del western y se aferra, siempre que puede, a los cuerpos y los rostros de los personajes, una estrategia que acentúa su desamparo y desorientación. Los planos cerrados juegan en contra de cualquier referencia geográfica, lo que convierte la película en una suerte de laberinto claustrofóbico en el que los personajes transitan de forma agónica, casi espectral. De hecho, de no ser por su renuncia al misticismo, la película bien podría haberse emparentado con el Dead Man (1995), de Jim Jarmusch.
A todo esto, la navegación errante que propone la película se ve propulsada por una narración marcadamente elíptica. De hecho, durante los primeros compases del filme, los planos se suceden de forma casi autónoma, un poco a la manera de Terrence Malick. Cada composición resuena con su propia fuerza simbólica. En ocasiones, la cámara acompaña, respetuosa, el andar silencioso y fantasmagórico de los personajes, como en las películas radicales de Gus Van Sant. Otras veces, predomina lo estático y lo pictórico: se dibujan retablos de una civilización en ciernes. Reichardt huye de los dogmas. La película imita el movimiento de una nube arrastrada por el viento, adoptando formas impredecibles, alimentando la imaginación del espectador, bebiendo de los viejos arquetipos del western. Ahí están las estructuras patriarcales, la virtud incuestionable de los personajes femeninos (tan bien descrita por André Bazin), la eterna lucha por la supervivencia, el viaje iniciático...
Como ya apunté anteriormente, en su arranque, la película va tejiendo poco a poco, a retazos, un hilo dramático casi invisible, sostenido sobre la fisicidad de la acción. Sin embargo, hacia la mitad del film, la aparición de un invitado inesperado, un indio capturado por Meek (e interpretado por Rod Rondeaux), propulsará un conflicto sigilosamente anunciado. Surge el interrogante: ¿Qué hacer con el indio? ¿Ejecutarlo o utilizarlo para encontrar algo de agua ante una más que probable muerte por deshidratación? Es entonces cuando la mirada de Michelle Williams se adueña de la pantalla: un pozo de sentimiento del que Reichardt ha sabido extraer el sustento emocional de sus dos últimas películas. Una mirada que, entre el temblor y la determinación, se erige en el último rastro de compasión, de fe en la salvación y en el respeto por el prójimo; la antítesis del pragmatismo brutal de Meek. Un enfrentamiento que definirá el discurso humanista del film, así como su acercamiento a la idea del choque intercultural (que acerca la película al Walkabout, de Nicolas Roeg).
Es Meek’s Cutoff una película de atmósferas más que de emociones. Un film que consigue transformar la elegíaca odisea de sus protagonistas en una meditación sobre los límites de la civilización y la tolerancia. Se trata también de la película más compleja y exigente que ha realizado Reichardt hasta la fecha. Además de la mejor.
2- RUHR, de James Benning
Los fans de James
Benning esperábamos con enorme expectación y algo de inquietud la primera
película realizada en HD (Video de Alta Definición) por el director de
One Way Boogie Woogie (1977). Tratándose de un realizador para
el que la duración del plano y la textura de la imagen tienen un valor
primordial, el cambio tecnológico podría equipararse a lo que fue la
introducción del sonido o el color para los cineastas de antaño. Pues bien, de
partida, cabe apuntar que más que un punto de inflexión en su carrera,
Ruhr manifiesta la intención de Benning de seguir explorando
caminos esbozados en su trabajo en 16mm. Una continuación más que de una
ruptura.
Por ejemplo, el anterior trabajo de Benning,
RR (2007), ya adelantaba su intención de invertir las reglas del
diálogo que se establecía entre la mirada del director y lo real. Mientras en
películas como 13 Lakes (2004) o Ten Skies
(2004) era la voluntad del realizador la que imponía la duración de los planos,
en RR era la longitud y velocidad de los trenes (medidas de lo
real) las variables temporales predominantes. Ruhr continúa y
acentúa esta tendencia.
La película, construida en siete planos
(distribuidos en dos episodios), ofrece una panorámica general de las dinámicas
sociales predominantes en la Cuenca del Ruhr, una región de Alemania conocida
por su poderoso sector industrial. Para materializar este ambicioso y expansivo
proyecto, más próximo a la “Trilogía de California” que a las empresas más
concretas de sus últimos largometrajes, Benning ha adoptado como método la
búsqueda de “procesos” cíclicos. De esta manera, es de nuevo lo real lo que
impone la duración de los planos, aunque queda en manos del director decidir
cuantas iteraciones del ciclo son necesarias para que el espectador procese su
mecanismo y sus posibles significados.
Aquí es importante enfatizar el
término “posible”, ya que una de las grandes virtudes del cine de Benning es su
capacidad para evitar las interpretaciones y simbologías unívocas. La imagen del
funcionamiento de una cadena de montaje, en la que no se vislumbra ninguna
presencia humana, parece hablar de la mecanización radical de la industria. Por
su parte, el plano de los árboles que tiemblan estoicamente al paso de los
aviones que despegan del aeropuerto de Dusseldorf remite tanto al choque entre
el hombre y la naturaleza como a la dialéctica entre lo local y lo global
(conceptos centrales del debate sobre un modelo de sociedad sostenible). Y de
este modo, cada plano amplía y dialoga con los demás de forma ejemplar. Benning
demuestra estar en plena forma y no deja títere con cabeza: apela a los límites
de la expresión artística (mediante la imagen de una escultura de Richard
Serra), reflexiona sobre la diversidad cultural y religiosa, e invoca, a su
manera, los códigos del cine de género: si RR podía ser
entendida como un musical protagonizado por trenes, Ruhr
contiene auténticos derroches de ciencia ficción futurista (protagonizada por un
túnel que haría las delicias del Apichatpong de Syndromes and a
Century) y de suspenso noir (esos enigmáticos transeúntes que entran y
salen de sus casas: Benning como el James Stewart de La ventana
indiscreta, 1954).
Aunque claro, de lo que más se va a hablar, y
quizás con razón, es del plano final de Ruhr, que tiene la
particularidad de durar una hora. El plano tiene como protagonista a una de las
chimeneas de una planta de carbón, que cada aproximadamente diez minutos lanza
una monumental bocanada de vapor al aire. Benning observa el espectáculo químico
y atiende a la mutación estética del paisaje, acentuada por la luz cambiante del
atardecer. Estamos ante un plano, literalmente, crepuscular. Quizás la intuición
del fin de un modelo industrial que parece algo anacrónico en el contexto de la
era de la información. En conjunto, un plano algo anómalo en su exhibicionismo
algo arrogante. En cualquier caso, su lógica encaja perfectamente en el amplio
discurso de un film que nos confirma, de nuevo, que Benning es uno de los
intocables del cine contemporáneo.
3- MISTÉRIOS DE LISBOA, de Raúl Ruiz
El cine como
fuente inagotable de relatos; como una polifonía de voces en las que se
entrecruza la literatura y la Historia; como un laberinto de narraciones que
reposan en lo real, despegan gracias a lo onírico y alcanzan su dimensión
infinita en la memoria del espectador. Podría estar hablando de las
Historias extraordinarias (2008). de Mariano Llinás, pero en
realidad me refiero a la desbordante Mistérios de Lisboa, de
Raúl Ruiz, que pude disfrutar en su montaje cinematográfico de 266 minutos (272
según otras fuentes), una versión redux de los seis capítulos de una hora que se
emitirán en la televisión portuguesa.
Adaptación de la novela homónima de
Camilo Castelo Branco, Mistérios de Lisboa se despliega como un
mosaico inabarcable que arranca en la Lisboa del siglo XIX para luego
propulsarse en espiral hacia otros tiempos y lugares (Italia, Francia, Brasil).
Una saga protagonizada por huérfanos, bastardos y almas en pena atormentadas por
su pasado. Una selecta representación de la comprometedora trastienda de la
aristocracia portuguesa (y europea), entregada con resignación a las ironías del
destino. Herederas francesas obcecadas con limpiar su honor, harapientos
bandidos reconvertidos en nobles de nuevo cuño, asombrosas revelaciones
paterno-filiales, amores ilícitos y, como la guinda del pastel, un personaje
memorable: el Padre Dinis (un soberbio Adriano Luz), un maestro del disfraz que,
cual personaje de historieta y figura omnisciente, parece estar en todas partes,
mover todos los hilos.
Ruíz aborda este material con disciplina y
audacia, surcando las cadenas de flash-backs (dentro de flash-backs, dentro de
flash-backs...) con una cámara que parece danzar en torno a los personajes
dibujando coreografías de ida y vuelta, revelando nuevos misterios en cada uno
de sus movimientos, un poco a la manera de Mizoguchi. Las tomas son largas (en
ocasiones, planos secuencias), la profundidad de campo, desmesurada y expresiva.
De hecho, durante la película no podía dejar de pensar en
Soberbia / The Magnificent Ambersons (1942),
de Orson Welles, aunque a Ruiz no le interesa demasiado honrar la Historia y
levantar mausoleos, sino más bien lo contrario: juguetear con sus protagonistas
y desmitificar sus hitos, cuestión que también lo aleja ostensiblemente del
trabajo de Manoel de Oliveira.
Podría pensarse en Mistérios de
Lisboa como de un gato de tres patas, con una garra puesta en la
teatralidad, otra en una acepción sui generis del realismo baziniano y la
tercera apoyada en unas inquietantes alteraciones onírico-alucinógenas. Un
cóctel que no deja de mirarse en el espejo de la modernidad, fabricando
mecanismos autoconscientes (ese amor prohibido filmado/observado desde detrás de
unas cortinas). En el fondo, Ruíz aspira a reconciliarnos con el valor
primigenio de la narración: el placer de ver, escuchar y dejarse embaucar.
Aquí la cobertura completa del Festival de
Nueva York.
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