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Cannes 2011: Razones para volver cada año al festival

Desde una óptima personal, pero apelando a su notable capacidad de análisis, nuestro corresponsal catalán repasa la 64ª edición, que tuvo a Malick, Aki Kaurismäki, Almodóvar, Moretti y Von Trier en el centro de la escena, aunque al danés Nicolas Winding Refn como máximo exponente.
Publicada el 07/06/2011
¿Por qué seguir yendo a Cannes? Esa es la pregunta que sobrevuela mi cabeza al final de las dos semanas de maratón cinéfilo/laboral que supone la asistencia al festival de festivales. Con el paso del tiempo (esta fue mí octava edición) parece inevitable que la mirada romántica de los primeros años se vaya desvaneciendo. De un modo sutil, la arrebatadora mitología de Cannes, sustentada en un sinfín de hitos y rituales, va sufriendo el desgaste provocado por los sacrificios personales: en mi caso, las horas diarias invertidas en realizar entrevistas (un vía crucis de esperas y tiempos muertos que deja a su paso una extensa lista de cadáveres con nombres de películas no vistas), el desgaste físico, el tiempo lejos de los seres queridos y, por último, el estado de merma mental con el que me veo obligado a escribir durante el festival. Con esta losa a la espalda, el viaje de vuelta a casa se presta a lúgubres vaticinios, como la posibilidad de no volver a Cannes. Todavía deberán pasar un par de meses antes de que un bálsamo de memoria selectiva actúe sobre los recuerdos del festival, un trabajo de purga mental que, a finales de agosto y principios de septiembre, será rematado por el abrazo cálido, relajado y caótico de la Mostra de Venecia: a día de hoy, y de lejos, el mejor festival del mundo.

¿Existe algo más deplorable que leer a un periodista/crítico de cine quejándose de su trabajo, olvidando su lugar de privilegio como espectador? Pienso que no, pero debo ser honesto y admitir que Cannes es capaz de empujarme, ocasionalmente, al lado oscuro. Espero que los lectores sepan perdonarme. De hecho, como punto de encuentro para la reconciliación, quizás sería justo convenir que, cuando hablamos de un festival de cine, lo único importante son las películas. Pero… ¿y si no fuera así? ¿Y si lo importante no estuviera sólo en las películas, sino también a su alrededor: en este caso, en la manera de ver esas películas? ¿Podría ser esa la variable clave para entender por qué algunos periodistas/críticos decidimos viajar a Cannes?

En su foro interno, el Festival de Cannes se alimenta de los delirios épicos (y en gran medida lunáticos) de una pandilla de cinéfilos que acuerdan reunirse, una vez al año, en un lujoso paraje de la Costa Azul francesa para “imprimir la leyenda” (Ford dixit) del cine contemporáneo. Una épica que empieza por el viaje —transatlántico, de una hora de avión o de medio día de coche, como en mi caso—, que se sustenta en la ley de la premiere mundial y se certifica con el ególatra “yo estuve allí” de las grandes ocasiones. En mi caso particular, la lista de proyecciones míticas de Cannes arranca en 2004 con el bautizo de Apichatpong Weerasethakul en la sección oficial del festival con Tropical Malady, momento en el que descubrí el aterrador ruido que generan las butacas plegables de la Sala Debussy cuando el público decide abandonar la sesión a riadas. La historia continua en 2005 con el festival de polémicas risas nerviosas provocadas por la brutalidad cortante y explícita de Una historia violenta, de David Cronenberg, una respuesta lógica al shock narrativo que se repitió este año en la proyección de La piel que habito, magnífica nueva película de Pedro Almodóvar (leer aquí). El Cannes 2006 dejó dos perlas: el crack de la interminable y gozosa proyección de Las horas perdidas / Southland Tales, de Richard Kelly, y la presentación de Juventude em Marcha, de Pedro Costa, otro recital de sonoros “butacazos”. Luego, hay que pasar por las convulsiones colectivas del pase de A prueba de muerte / Death Proof, de Quentin Tarantino, en 2007, para llegar hasta el último capítulo, hasta la fecha, de esta historia, protagonizado por el vendaval emotivo que, en 2008, nos sirviera James Gray de la mano de esa romántica extravaganza llamada Los amantes / Two Lovers.

Siguiendo con esta epopeya inventada, cabe decir que el 64º Festival de Cannes será recordado por lo acontecido el día 17 de mayo, a partir de las 8:30 de la mañana, en el Grand Théâtre Lumière, donde se proyectó The Tree of Life, la nueva película de Terrence Malick. Ya escribí largo y tendido aquí acerca de mis primeras y desconcertadas impresiones sobre el film, unas notas provisionales que pueden servir como el inicio de un debate que, con toda probabilidad, se extenderá a lo largo de muchos años. Lo más curioso del caso es que el largometraje de Malick terminara alzándose con la Palma de Oro del festival. En las elucubraciones previas a la entrega de premios, la principal corriente de opinión apuntaba hacia lo improbable del consenso, en el seno del jurado, en torno a una película como The Tree of Life: una obra radical, elefantiásica y proselitista, en unos términos espirituales que cabría situar entre el panteísmo, el cristianismo y las tendencias new age. Aunque también debo aclarar que, días antes, el amigo Álvaro Arroba me había hecho partícipe de un rumor según el cual Thierry Frémaux había advertido al jurado, capitaneado por Robert De Niro, que, de no dar el premio mayor a Malick, el peso de la historia los terminaría juzgando de forma implacable. Sea o no cierto, el rumor de Arroba habla a las claras de la cautela con la que muchos discutimos la colosalmente ambiciosa propuesta del iluminado Malick ¿Quién querría quedar equiparado con aquellos que abuchearon L’avventura, de Michelangelo Antonioni, en su primer pase en Cannes en 1960, o con los que se mofaron de la ambición de Stanley Kubrick en el estreno de 2001: Odisea del espacio en 1962? ¿Y si el jurado del festival hubiera caído preso de ese mismo temor?

En cuanto a lo demás, la edición 2011 del Festival de Cannes no será recordada por sus descubrimientos, sino más bien por unas cuantas confirmaciones. Por ejemplo, la constatación de que la vieja guardia europea sigue bien posicionada al pie del cañón. Siempre en clave humanista, tanto Aki Kaurismäki (desde una perspectiva política) como los hermanos Dardenne (desde una óptica moral) se aproximaron a los conflictos más urgentes, pero también universales del viejo continente. El maestro finlandés deslumbró con la maravillosa Le Havre, donde dirige su incorruptible mirada al corazón de la inmigración ilegal africana. Lejos de todo tremendismo y apelando a su característico humor distanciado, Kaurismäki aboga por otra realidad posible: un mundo habitado por gente humilde, trabajadora, honesta, valiente y enamorada. Un mundo en el que la solidaridad resplandece como un valor incuestionable y en el que el heroísmo, en clave anti-épica, encuentra su recompensa en la justicia poética.

Por su parte, los Dardenne presentaron la inspirada Le Gamin au vélo, una nueva historia de crimen, castigo y redención en la que los hermanos belgas se entregan de nuevo, con honestidad y nobleza, a la pureza del gesto, aquello que conforma la esencia del cine: la mirada de un niño que pide perdón (Thomas Doret) y la caricia de una madre adoptiva que se lo concede (Cécile de France). Por último, y rematando un póker completado por Almodóvar, Nanni Moretti desconcertó gratamente con su Habemus Papam. Mucho más cerca de la fina ironía que del sarcasmo fársico, Moretti humaniza la figura de un Papa atormentado por la responsabilidad (un soberbio Michel Piccoli), al tiempo que reparte unos dardos muy poco envenenados entre unos cardenales abonados, como los de Roberto Rossellini, a la inocencia y el júbilo.

De entre el entonado panorama de grandes autores, la nota discordante la puso el danés Lars von Trier, que además de protagonizar el incidente más sonado del festival —por culpa de una boutade inoportuna y temeraria que fue condenada de forma desproporcionada—, presentó la olvidable Melancolía, un dispar díptico sobre las miserias de la vida burguesa y la sinrazón de la existencia humana, conjugado mediante una acepción melodramática y filosófica del cine de catástrofes. Como coartada artística, el film reposa en el líquido amniótico del romanticismo germánico, encarnado en las notas de Tristan e Isolda, la ópera de Wagner. Ante la inminente llegada del fin del mundo, Von Trier afirma a través del personaje de Kirsten Dunst que “la vida en la Tierra representa el mal”. Y su discurso no va más allá de eso, de la estridencia de los argumentos y la aniquilación del misterio.

En cuanto a la dimensión mediática del festival, más allá del affaire Von Trier, Cannes puso de manifiesto algo que Diego Lerer ya advirtió hace un par de años: su predilección por los “films escándalo” o, hilando más fino, por las películas capaces de cautivar la atención de los medios con sus llamativos taglines (ese lema o eslogan que se utiliza para “vender” la película). Quizás por casualidad (o puede que no), las “películas-tagline” fueron las peores del festival, demostrando que en su gusto por la provocación, Cannes puede estar olvidando su compromiso con el buen cine. En este apartado cabría incluir la insulsa y gélida Sleeping Beauty, de la australiana Julia Leigh: “la película de la chica a la que prostituyen mientras duerme”. También debería constar el injustificado derroche de efectismos narrativos, a la Iñárritu-Arriaga, de We Need to Talk About Kevin, de Lynne Ramsay: “la película de la madre traumatizada por un hijo con tendencias psicópatas”. Y por encima de las demás, habría que alertar acerca de la manierista y moralista This Must Be the Place, en la que el italiano Paolo Sorrentino, uno de los directores más sobrevalorados del panorama actual, exhibe su particular indigestión de referentes norteamericanos (Lynch, Jarmusch, Van Sant, los hermanos Coen) observados des una “perspectiva europea”, un poco a la Wenders. Ah, sí, esta es “la película de la vieja estrella de rock (un trasunto del Robert Smith de The Cure interpretado por Sean Penn) que realiza un viaje iniciático por los Estados Unidos en busca del criminal nazi al que su padre, un superviviente del holocausto, persiguió toda la vida”.

En este escenario, marcado por los autores de viejo cuño y los aspirantes a suceder a Von Trier como rey de los enfant terribles, sobresalió la figura del danés Nicolas Winding Refn, que con la odisea urbana y neo-noir de Drive conquistó la verdadera cima del festival. Desde las brutales y scorsesianas fábulas morales de la trilogía de Pusher (1996-2005) hasta la épica vikinga de Valhalla Rising (2009), pasando por los guiños a Lynch de Bronson (2008), Winding Refn ha situado su cine en una tierra fértil en la que la fuerza física y simbólica del cine de género se toma de la mano con la densidad filosófica de un cine marcadamente espiritual. Un enclave expresivo que remite a las figuras de Kubrick o Tarkovski. En el caso de la magistral Drive, en la que Ryan Gosling interpreta a un mecánico con aires de cowboy y el código de honor de un samurai, Winding Refn perpetra un sensual, temperamental y romántico abordaje a los códigos del noir, avivados en clave ochentera y orquestados al ritmo de suntuosas y flotantes melodías electro-pop. En un Cannes monopolizado por la sombra de Terrence Malick, Winding Refn se reservó el mérito de competir, codo a codo, por el premio al mejor orfebre de momentos trascendentales del certamen.

Y así transcurrió un nuevo Cannes, en esta ocasión, más ruidoso que excelso. Un festival en el que la mayoría de grandes autores nos hicieron sentir que estábamos en buenas manos, pero en el que también se echaron en falta los siempre anhelados descubrimientos. Al final, parece innegable que siempre hay motivos suficientes para querer volver a Cannes.


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COMENTARIOS

  • 22/07/2011 15:28

    gracias por la crónica, hay que volver a cannes simpre que se pueda, no perder la dime3nsión de la oportunidad profesional que estás teniendo.

  • 9/06/2011 19:43

    un placer leerte manu, as always

  • 8/06/2011 9:56

    Gracias x la generosa respuesta, Manu. <br /> <br /> Es verdad que Cannes parece tener más miedo a lo que diga la prensa "masiva" (agencias, grandes diarios, Variety, etc) respecto de su programacion y por eso apuesta a consagrados o películas de consenso. Quizas por eso le dan tantos palos a Venecia, justamente porque la crítica más convencional se aburre y se enoja con una programación más radical. <br /> <br /> Otro elemento en contra de Cannes es que su sección otrora radical como la Quincena -que tuvo en Olivier Pere un gran programador- hoy está en caida libre.<br /> <br /> Lo que creo que Cannes logró es armar una segunda cojmpetencia bastante buena como Una cierta mirada, mientras que Venecia todavía le cuesta armar algo interesante en Horizontes <br /> <br /> Saludos para el "amigo" catalán

  • 8/06/2011 4:56

    ¿Por qué Venecia es mejor que Cannes?<br /> <br /> De partida, debo decir que sólo puedo referirme a la trayectoria de ambos festivales durante los últimos ocho años. Durante este periodo, y de forma más clara durante la presidencia de Marco Müller, he advertido que Venecia era más valiente a la hora de apostar por la cinefilia en detrimento de la dictadura mediática que parece dominar el día a día de Cannes (de ahí la abundancia de "películas-tagline"). Esto no significa que Cannes no reserve un espacio al cine más radical. En la sección oficial del festival francés tienen cabida Apichatpong, Pedro Costa o Arnaud Desplechin (aunque sea gracias a la cuota francesa), pero siempre da la sensación de que forman parte de una "cuota mínima" reservada a la "crítica dura". Por su parte, Venecia no tiene problema alguno en conformar una programación arriesgada, libre y comprometida con las transformaciones del cine actual. ¿Ejemplos? En el Venecia 63 (2006) coincidieron en la sección oficial Apichatpong, Resnais, Straub, Tsai Ming-liang, Brian de Palma, Lynch, Katsuhiro Otomo y Paul Verhoeven. Un combo All-Star impensable en Cannes. La selección de cine norteamericano del año pasado (en el que falté a la cita) también es ejemplar en su valentía (casi kamikaze): Kelly Reichardt, Monte Hellman, Sofia Coppola y Vincent Gallo.<br /> <br /> Jean-Michel Frodon se refirió en una ocasión al Venecia de Müller como uno de los últimos "espacios de libertad" que quedaban para la cinefilia. Me sumo a dicha apreciación.<br /> <br /> Ricardo, no olvides que este año también suenan fuerte los nombres de Philippe Garrel y el gran Terence Davies para Venecia.<br /> <br /> Abrazos,<br /> Manu

  • 7/06/2011 20:19

    Muy buen análisis. Te he leído varias veces en este sitio, y me animaría a decir que sos el crítico más respetuoso (no dejo de lado el innegable conocimiento que trasunta en cada fundamentación sobre por qué te pareció bueno o malo un film)de todo este conjunto. Nunca caes en la frase caprichosa o aquella resultante del mal humor por diferencias subjetivas. Hasta aquí pedís disculpas por no disfrutar haber estado en Cannes. Se aprecia y se agradece.

  • 7/06/2011 18:31

    si tenés dudas en volver a Cannes, no te preocupes que yo te puedo reemplazar, no me quejaré, lo prometo.<br /> <br /> Fuera de broma, muy bueno el análisis, complementario al de Wolf en la columna de al lado y a la cobertura diaria que hizo Batlle.<br /> <br /> ¿Por qué Venecia es mejor que Cannes según vos Manu? Yo leo hace años análisis de lo mala que es la programacion de Venecia, auqnue este año parece que con Cronenberg, Wong Kar-wai, Polanski y compañía podría ser una buena edicion.

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