Según la inseparable dupla compuesta por Joachim Trier y Eskil Vogt, “la peor persona del mundo” es una chica noruega que se ha especializado en empezar mil y un proyectos cada nuevo día… y a no terminar ninguno. Le pone cara y actitud la luminosa presencia de Renate Reinsve, una fuerza irresistible bien acompañada por un elenco de actores que rebosa carisma, tanto que lo mismo despiertan un amor desaforado,como un odio irrefrenable. Todos ellos, pero en especial ella. Porque con ella en escena, parece que no pueda haber respuesta mesurada. A esto juega, precisamente, la película que protagoniza.
Dividida en 12 capítulos (más un prólogo y un epílogo), la historia bascula en las idas y venidas de un personaje que tiene mucho de Frances, aquel hito generacional concebido por Noah Baumbach y Greta Gerwig. Una chica que está perdida porque está todavía en el momento de indeterminación de buscarse a ella misma. La propia estructura narrativa es una invitación para que Joachim Trier se contagie del poco compromiso que caracteriza a la persona retratada.
A esta parece que lo mismo le da probar suerte con una licenciatura que con otra; lo mismo le da emprender un proyecto artístico que una relación afectiva. Va de flor en flor, como la propia película: pasando alegremente de un escenario al siguiente. El recorrido no llega ni a huida hacia delante porque para esto se necesita un mínimo de determinación. Aquí predomina más bien el deambular; el dejarse arrastrar por el viento. No en vano, los momentos de mayor inspiración de The Worst Person in the World son el resultado directo de seguir la cuesta abajo por el mero placer de no tener que esforzarse subiendo.
Entre los muchos ases que Joachim Trier oculta en la manga, encontramos una serie de fugas fantasiosas que rompen radicalmente con la amargura existencial de quien sabe que lo tiene todo a favor para conquistar la felicidad… pero que, aun así, siempre hay algo que se entromete en su camino (ella misma, en la mayoría de ocasiones). Igualmente, es en el mundano acto de abrazar lo imprevisto cuando surge la auténtica magia de The Worst Person in the World. Una situación cómica inesperada que se estira magistralmente hasta convertirse en un imborrable momento de sintonía máxima con otro ser humano; un paseo que termina con la entrada furtiva en una fiesta de completos desconocidos.
Antes de concretarse tal intrusión, la cámara de Joachim Trier nos hipnotiza con travellings que avanzan hacia delante y también un poco de lado: sin ninguna dirección concreta, vaya. La mirada de Renate Reinsve y la nuestra se fijan en la agradable nada urbana: las ramas de los árboles, el cableado de la red telefónica, unas ventanas que no permiten ver lo que hay detrás de ellas. The Worst Person in the World ahora es comedia, y luego es drama, y más adelante es canto vitalista y, por último, es agonía mortecina. A veces parece que se siente más a gusto en el salto -elíptico- entre una fase y la otra, y no tanto explorando con profundidad las posibilidades que cada una de estas le puede ofrecer. Y casi siempre acaba confirmando que deja mejor sabor de boca cuando se limita a observar, y no tanto a verbalizar las ocurrencias del momento.

El siempre audaz y provocativo director neerlandés de títulos como Delicias turcas (Pasión obsesiva), Los comandos de la reina (El soldado de Orange), El cuarto hombre, RoboCop, El vengador del futuro, Bajos instintos, Showgirls, Invasión, El hombre sin sombra, Black Book - El libro negro y Elle: abuso y seducción filmó su transposición de Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy, libro en el que Judith Brown reconstruyó la historia de Benedetta Carlini (1591-1661), monja lesbiana que vivió en la Italia de la Contrarreforma.
Basta un rápido vistazo a nuestro alrededor para darnos cuenta de que el mundo anda muy agitado, muy revuelto: muy mal. Se necesita un poco más de entendimiento para comprender que este panorama casi apocalíptico nos está afectando. Ya lo hizo, de hecho. Nosotros también andamos muy mal. Tanto, que nos cuesta hablar de esto mismo. Y en parte por esto nos cuesta hablar de todo lo demás. O sea, que sobrevuela el planeta un vórtice inmenso de miedos, complejos mal llevados y otras malas vibraciones que lo emborronan y manchan todo.
Sí, ahí fuera hay una pandemia terrible, pero es importante tener en cuenta que antes de la llegada de esta espantosa plaga, ya estábamos mal. Ya había mucha tontería en el ambiente. Y ahora aún más. En ese contexto aparece Paul Verhoeven, ese agente del caos que evidentemente no teme al desorden. Un hombre por encima del bien y del mal, que nos lleva, por fin, a un pasado que puede ser visto como sarcástico reflejo de nuestro desquiciado presente.
En el mundo de Benedetta el monstruo del puritanismo ha tomado posesión de cada estamento de la sociedad y, por si fuera poco, una terrible enfermedad (en este caso, la peste negra) ha sitiado y confinado a las pobres gentes de los grandes núcleos urbanos. Para su esperada adaptación de Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy, de Judith C. Brown, al realizador de Elle: abuso y seducción no le queda otra que beber, a borbotones, de las turbias aguas que emanan tanto de la religión como del sexo (esos dos generadores de tabúes).
Su nueva película es, en efecto, un divertido y estimulante exponente del cine de los fluidos. En esta nueva ración de Flesh+Blood (1985), hay sangre, sudor, leche y, por supuesto, fluidos vaginales. Como cabía esperar, las filias escatológicas y violentes de Verhoeven campan a sus anchas. Para provocar, claro, pero también para humanizar a unos personajes que muy fácilmente podrían ser carne de mito. Al fin y al cabo, si nos pinchan, todos sangramos y también todos por lo menos una vez al día tenemos que ir a cagar.
Y se dice así, sin enredarse buscando palabras que no sean malsonantes, y se muestra tal y como lo hacemos en la vida real: los personajes de Virginie Efira y Daphne Patakia, de hecho, empiezan a intimar así: mirándose la una a la otra mientras se lavan la mierda del culo con un puñado de paja. Verhoeven sigue riéndose de las convenciones que supuestamente deben preservar la pureza del espectador. Lo hace con la naturalidad de quien se tira un pedo e ipso facto admite, con una sonrisa de oreja a oreja, que sí, que ha sido él.
Descubrir Benedetta implica, en este sentido, abrazar la gracia de ver a un elefante entrar y pasearse por una cristalería, y la gracia que le hace a este elefante, porque sabe lo que es; porque sabe que su condición es exculpatoria. Es la envidiable libertad desde la que nos habla alguien a quien no le importa lo que pensemos de él: con él en la sala, todo puede pasar y, claro, llega un momento en el que la película parece adquirir voluntad propia; en este punto, es como si ya nadie estuviera en control de ella. Gloriosa imprevisibilidad.
Paul Verhoeven, como mucho, debe estar en un rincón riéndose. De todo esto; con todo esto. Y por si fuera poco, decide jugar, como solo él sabe, con la ambigüedad y el misterio, a lo mejor para tenernos dando vuelta sobre las cuestiones que, en el fondo, no importan. En serio, estamos cargados de tonterías, y ya va tocando exorcizarlas. El obispo, el capellán y las monjas ya no saben si tienen que administrar la extramaunción o ser testigos del milagro de la resurrección. Una algarabía, como en la que estamos metidos. Benedetta brilla como la nueva bendita carcajada de quien ve en la blasfemia el primer paso hacia la -revolucionaria- liberación, tanto íntima como colectiva.
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