La acción del film transcurre en un espacio concreto y en un tiempo aún más determinado, pero remite a cualquier lugar y a cualquier época. Diciembre de 1989 y principios de 1990, por ejemplo. Aprieta el calor del verano austral. En la periferia rural de Santiago de Chile una comunidad de amigos o familiares parece ajena a los cambios que está experimentando su país… y aun así, todo está cambiando entre sus miembros.
Unos meses antes, el pueblo censado votó en referéndum plebiscitario que Augusto Pinochet debía abandonar el poder. Un año antes, el mundo oía por primera vez los acordes del éxito pop Eternal Flame. Y resulta que una efeméride está directamente ligada a la otra. En este encuentro de mareas teóricamente irreconciliables se mueve la protagonista de esta historia, no una chica, sino más bien una juventud que está tomándole el gusto al aprendizaje vital. Ni niñas ni mujeres; ni nenes ni hombres. Los personajes centrales de esta historia llaman pero no atraviesan las puertas de la edad adulta. Un trayecto en moto, una pitada a un cigarrillo, una respuesta fuera de tono… Es el placer incomparable e irrepetible de las primeras veces.
Los aires de libertad que emanan de la ciudad se reciclan en el viento y los ríos que recorren la geografía revisitada por Sotomayor. Prácticamente todo en su película brota y fluye con la misma naturalidad: una madre se acerca a su hija y le muestra un cuadro que ha pintado ella misma. La obra de arte queda expuesta en la intemperie y es tapada por la sombra cambiante del follaje de un árbol vecino. Una imagen estática es abrazada por otra en perpetuo movimiento. Del mismo modo, los recuerdos se descongelan y se mueven. Como si fuera ayer. Es el milagro de la atemporalidad, conseguido éste mediante alquimia cinematográfica.
Pero sigue: un chico, en el fondo de la imagen, mueve el esqueleto como si no hubiera mañana. Dos caballos salen de la cuadra y trotan alegremente por el campo mientras un puñado de hombres deciden por dónde va a pasar el cableado que traerá la contaminación lumínica a sus vidas. El pasado revive a través de la composición de las imágenes. Cada plano está lleno de vida: rebosa detalles que piden nuestra atención, y aun así, respira. Lo permite, mayormente, la pausa con la que Sotomayor contempla a sus criaturas: como si mirase al espejo para darse cuenta de que el reflejo actual se ha construido con los reflejos de antes. En éstas que Mariana Hernández agarra un micrófono y descubre el sabor agridulce de la nostalgia mientras versiona a las Bangles. Es oficial: ya es tarde para morir joven. Dominga Sotomayor busca el calor de esa verdad humana, de esa pura e incontenible erupción biológica, la sonrisa que surge al comprobar, mirando hacia atrás, que nuestro espíritu también estuvo ahí. VÍCTOR ESQUIROL

Correspondencia (España-Chile/2020). de Carla Simón y Dominga Sotomayor. Duración: 19 minutos.
El formato de ‘correspondencias’, según el cual dos cineastas intercambian cartas fílmicas durante un período de tiempo, permite poner en relación a dos autores y sus obras. Y también que estos abran al público una puerta a su espacio más privado, mientras exponen reflexiones en voz alta e, incluso, comparten materiales que pueden ser (o alguna vez fueron) esbozos de posibles trabajos. La que mantuvieron Víctor Erice y Abbas Kiarostami en 2006 –que luego se pudo ver en formato de exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y La Casa Encendida– inauguró una serie por la que también pasaron José Luis Guerín y Jonas Mekas o Naomi Kawase e Isaki Lacuesta, entre otros. Los últimos en sumarse a esta iniciativa fueron este verano los argentinos Mariano Llinás y Matías Piñeiro, de la mano, de nuevo, de La Casa Encendida de Madrid.
Tomando como punto de partida el mismo esquema, pero con factura de producto cinematográfico cerrado y limitado en su duración, surge Correpondencia, que firman Carla Simón y Dominga Sotomayor, y que se ha presentado dentro de la sección Zabaltegi-Tabakalera del Festival de San Sebastián, tras proyectarse en Visions du Réel (Nyon). Además del evidente vínculo generacional –sus edades solo están separadas por un año–, existen otras conexiones entre las directoras de Verano 1993 (2017) y De jueves a domingo (2012), como el hecho de que ambas han abordado en su trabajo la cuestión de la infancia. Una confluencia de intereses que se hace evidente en el arranque de este intercambio de cartas movido por las emociones, los recuerdos, las dudas y la necesidad de preservar la memoria como acto de resistencia y compromiso.
Carla Simón abre el film con una caligrafía de imágenes grabadas en súper 8 para anunciar con un rótulo escrito a mano –recurso que utilizará a lo largo de todo el trabajo- que su abuela acaba de morir. Su relato se puebla de voces que hablan a coro, que resuenan desde un pasado doméstico e íntimo, y que cuestionan el futuro de su vida familiar. De este modo, la cineasta marca el tono confesional con el que se expresará durante todo la película. Porque, en la siguiente misiva, su reflexión girará en torno a las imágenes –que conserva del pasado y que piensa filmar en un futuro próximo– de su madre biológica y de su madre adoptiva, y también sobre sus dudas a propósito de una posible maternidad.
La respuesta de Dominga Sotomayor varía en la forma de trabajar con las imágenes. Su propuesta se construye a partir de material de archivo, sobre el que su voz en off actúa como guía omnipresente. La directora de Tarde para morir joven (2018) recupera un corto que filmó junto a su abuela –una alusión a lo familiar que entronca con las reflexiones de la directora catalana– que narra la llegada de una joven en tren a Santiago de Chile. Un trabajo en blanco y negro que nunca se llegó a editar, y que muchos años después la cineasta chilena reprodujo en color. Sotomayor utiliza también imágenes de su madre, protagonizando un spot de la mítica campaña a favor del “no” en contra de Pinochet en el referéndum celebrado en 1988 y que acabó con el gobierno del dictador.
Pese a que en el conjunto del film resuenan ciertos ecos procedentes de la realidad social e histórica, el tránsito definitivo de la esfera familiar a la política acontece cuando Sotomayor desestima ahondar en sus impresiones acerca de la maternidad para abordar el estallido social de su país, donde la población se lanza a las calles –para manifestar un descontento generalizado y reclamar una nueva Constitución– y donde “nos están sacando los ojos a balazos”. Sin abandonar su trabajo en torno a la idea del archivo familiar y público, Sotomayor saca su cámara a la calle para dejar testimonio de una realidad cíclica marcada por la represión ciudadana. De este modo se cierra un film estimulante, humilde en su duración pero reseñable en su apuesta por tender puentes entre el intimismo de orden privado y el ejercicio de agitación y denuncia política. FERNANDO BERNAL
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