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Balance 2021: Recuerdos de un año excepcional
Por Víctor Esquirol
Nuestro columnista viajó por los principales festivales del mundo y celebra las nuevas películas de David Lowery, Alexandre Koberidze, Theo Anthony, Hong Sang-soo, Ryusuke Hamaguchi, Apichatpong Weerasethakul, Joanna Hogg, Phil Tippett y Jonás Trueba.
Mi temporada cinéfila va dando sus últimos bandazos; o sea, que ya tengo puestos mis pensamientos en la siguiente. Esto es una rueda que nunca se detiene y, por supuesto, hay quien con mucha razón ve este ciclo eterno como una especie de maldición; como el castigo de un dios antiguo y cruel que nos obliga a pasar, una y otra vez, por las alegrías y decepciones que siempre acaban marcando cualquier cosecha. Acumulando, con ello, un cansancio que se nota también en el plano mental. Yo, para hacernos a la idea, escribo estas líneas mientras un hemisferio de mi cerebro va familiarizándose con los primeros anuncios de la edición de 2022 del Festival de Sundance.
Y sí, a la larga, el ejercicio es extenuante, incluso masoquista, pero por suerte, y de momento, sigue alimentando una pasión que, para mayor gozo, se ve reforzada por los recuerdos aún calientes de una temporada que, a mi entender, a estado a la altura de las -urgentes- expectativas puestas en ella. Antes de que la rueda siga con su imparable avance, me tomo un respiro para rescatar los momentos y los títulos más definitorios del año en que para fortuna de unos y desgracia de otros, se confirmó el efecto cuello de botella que nos dejó el estallido de la pandemia en 2020.
Porque en 2021 llegaron, por fin, todas aquellas películas por las que ya hacía al menos un año que suspirábamos. Y, por supuesto, fue maravilloso. De hecho, el que bien podría ser mi film favorito de este curso parecía haber sido concebido con este insoportable tiempo de espera en mente. En el trailer de El caballero verde - The Green Knight, de David Lowery, la cabeza cercenada del personaje del título (que solo podía ser interpretado por Ralph Ineson) miraba a la cámara y declaraba: “Nos veremos en un año”. Momentos antes, Dev Patel caracterizado como Sir Gawain (en un trabajo actoral inmenso) decía que no tenía ninguna historia que contar. “Aún…”, le corregiría Kate Dickie, muy en su salsa en la piel de la Reina Ginebra, “Aún no tienes ninguna historia que contar”.
Más adelante, descubriríamos que David Lowery aprovecharía el confinamiento para encerrarse en la sala de montaje, para pelearse con los efectos visuales, para recortar varias escenas, para cambiar el orden de incontables fotogramas… para acabar encontrando esa historia que le encumbraría, una vez más, como gran poeta del tiempo, ese ser fantástico que todo lo devora, y ante el que todos pereceremos. La revelación, ya lo comenté, la tuve en el Festival de Cine Fantástico de Sitges, es decir, en una de las pocas ocasiones que nos brindó el calendario de disfrutar de esta película en pantalla grande, y no solo en el VOD donde, en la mayoría de territorios, aterrizaría dicha propuesta.
Mucho antes, casi al principio de la temporada, encontré la única película capaz de discutirle la corona a El caballero verde. En la extraña 71ª edición de la Berlinale (relegada a un online que, por si no fuera todo lo suficientemente raro, nos privó de la posibilidad de ver algunas de sus películas más apetecibles, como Fabian: Going to the Dogs, de Dominik Graf; o The Beta Test, de Jim Cummings y PJ McCabe) brilló con luz propia uno de los MVPs de la temporada: Alexandre Koberidze, protagonista de Bloodsukers – A Marxist Vampire Comedy, de Julian Radlmaier, pero sobre todo, guionista, editor y director de ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? - What Do We See When We Look at the Sky?, mi gran flechazo cinéfilo de 2021.
La providencia quiso que la descubriera en el tiempo de juego de una de las últimas grandes noches de Leo Messi con la camiseta del Barça. Y qué rápido cambia la vida, y qué cruel puede ser esta… pero también, qué fantástica. En un Camp Nou tan vacío como el Berlinale Palast, el Sevilla caía derrotado, tras una agónica prórroga, en las semifinales de la Copa del Rey, allanando el que sería el último título (como jugador) de Nuestro Señor de Rosario con la camiseta azulgrana. Mientras, en la pantalla de mi ordenador, la idílica ciudad georgiana de Kutaisi se sumaba al culto del 10, y se convertía en el punto de encuentro de un futbolista y una farmacéutica. Y de una panda de perros callejeros, y de unos chavales que se iban de fiesta, y de un grupo de cineastas que no se sabía si iban a hacer un documental o una película fantástica.
Y así se comportó ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? durante sus dos horas y media de metraje, como una mezcla imposible y, aun así, insultantemente orgánica entre cine silente y videoclipero; narrativo y observacional; real y soñado. Alexandre Koberidze, un mago, nos pidió que cerráramos los ojos para la ejecución de uno de sus trucos. Y unos accedimos, y otros no, pero todos nos abrazamos (virtualmente, aunque no importó) en la celebración de una de esas victorias tan inesperadas como, evidentemente, memorables: triunfó el cine de la bondad, de la belleza, de una magia tan purificadora que logró suspendernos en la ilusión de que el mundo no era un lugar tan terrible.
Aunque conviene recordar que poco antes, en Sundance, Theo Anthony nos recordó justo lo contrario. Lo hizo dando el salto cualitativo que se podía intuir en sus anteriores trabajos: una filmografía que, en compañía de ratas y “halcones” (Rat Film y Subject to Review), insinuaba el talento de un documentalista portentoso. Ahora, con All Light, Everywhere fue empalmando reflexiones y revelaciones (todo empezó con el descubrimiento de que la empresa líder en la fabricación de cámaras corporales policiales es la misma que provee de las pistolas Taser a los cuerpos de seguridad) para ir adentrándose en un “efecto madriguera” aterrador, pero del que era imposible -querer- salir.
De los dilemas morales que producen las acciones de los agentes de la ley pasamos a quemarnos la retina con eclipses solares, y también a comprobar la eternidad que cabía en treinta segundos de silencio. Y todo estaba relacionado, pues todo nos hablaba, con una lucidez desarmante, de las verdades y mentiras que hay detrás de cada imagen.
Y de repente estábamos en Cannes, en LE Festival, la celebración de las celebraciones que tuvo a bien reafirmar su estatus con un poker de títulos impresionantes. El primero de ellos, muy en la línea de Theo Anthony, se sustentó en un brillante juego con la naturaleza del audiovisual.
Fuera de Competencia vimos In Front of Your Face, del maestro Hong Sang-soo, otro breve largo en el que, en la línea de The Woman Who Ran, el mundo femenino encarnó un remanso de paz amenazado por la indecencia de los hombres. Esto último, pero también las antípodas de lo primero, fueron plasmados a través de un digital tan precario como la salud de unas… y la consideración de otros. Pura fragilidad, fortalecida, esto sí, ante la falta de decoro; ante las patadas que da la vida, lecciones al mismo tiempo de una felicidad por encima de las necesidades fotogénicas de la cámara.
Y, antes de que pudiéramos digerirlo, apareció Ryusuke Hamaguchi. El autor japonés, que ya venía de causar sensación en la Berlinale con Wheel of Fortune and Fantasy, se guardó su mejor baza para el mejor certamen. Drive My Car, adaptación de un relato de Haruki Murakami, fueron otras tres horas de cine tan pulcro y tan educado, como perfecto en cada gesto propuesto. Un recital en la gestión del tempo y del hilo narrativo, en el trabajo con los actores, en la escritura, en el uso del lenguaje cinematográfico. Todos, absolutamente todos los instrumentos estaban tan afinados, que casi dolía dolía escucharlos. Benditos efectos secundarios del cine divino, pero al mismo tiempo tan humanista, que no cabe en él ningún atisbo de ataque de vértigo.
La tripleta de maestros asiáticos en Cannes la completó el tailandés Apichatpong Weerasethakul, quien junto a Tilda Swinton nos regaló Memoria, una odisea auditiva a través de la inmensidad del tiempo. La descubrimos ya en la recta final del festival, y esa misma noche, junto a Manu Yáñez (mi mentor, mi amigo), reunimos las pocas fuerzas y poquísimas neuronas activas que nos quedaban para dedicarle el podcast festivalero más épico de nuestro de momento breve-pero-intenso recorrido. Más de una hora (literal) nos pasamos hablando de esta película: agonizando pero vibrando. Tenía que ser así; así tenía que cuajar mi recuerdo cinéfilo favorito de 2021.
Pero es que ni así pudimos descansar en la Croisette. Todavía faltaba por llegar The Souvenir. Part II, de Joanna Hogg, la película que me hizo entender que la excelente The Souvenir (la antecesora) solo existía para que pudiera existir esta desbordante secuela. La cineasta británica siguió reescribiendo su auto-biografía, suerte de memorial de cristal, de infinitos reflejos rebotados por estructuras de belleza quebradiza. Pocas películas han debido aprovechar tan bien como esta los juegos metafílmicos y, por ende, pocas habrán llegado a desnudar, con tanto sentido (y sensibilidad), las motivaciones detrás de ese cine de autor que, de tanto mirarse al espejo, consigue que a nosotros no nos quede otra que hacer exactamente lo mismo.
Ya superado el Tourmalet de Cannes, vino inmediatamente después Locarno (cosas de un calendario loco, inevitablemente afectado por la crisis del Coronavirus), donde aguardaba, después de un trabajo de más de treinta años, el Mad God, de Phil Tippett, un stop-motion demencial. Una animación que olía a realidad, por mucho que cada una de sus imágenes y sonidos invocados provinieran de otra dimensión. El ciclo de la vida (y de la muerte) convertido en círculo infernal: la película no llegó ni a la hora y media de metraje, pero fue como dejarse arrollar por la inmensa eternidad del cosmos. Génesis y Apocalipsis separados por solo un par de fotogramas: parecía una locura, pero en realidad no era más que la clarividente disección del (sin)sentido de todo lo que nos rodea. ¿Por qué nacemos? ¿Por qué morimos? ¿Por qué preguntamos “por qué”?
Y así llegué a San Sebastián, donde esperaba la última joya de la temporada: Quién lo impide, de Jonás Trueba, otra película que convertía las preguntas en respuestas, esto sí, de manera mucho más luminosa. Esta híper-estimulante mezcla de géneros a partir de la no-ficción, se erigió a través del seguimiento, durante un lustro, de las vidas de un grupo de jóvenes estudiantes que miraban al futuro con el arrojo de quien sabe que tiene en sus manos el don de la transformación. Fueron casi cuatro horas en una sala de proyecciones, con intermedios, por supuesto, y con todos los desvíos y volantazos que nos recordarían que el cine puede moverse como la criatura más curiosa, la que con cada uno de sus caprichos, cómo nos relacionamos nosotros mismos con un mundo que, no cabe duda, tiene que ser fuertemente agitado para que pueda seguir avanzando.
Pero aquí me detengo, de momento, en la novena película favorita de un año al que todavía le quedan unos pocos días de vida. Tiempo más que suficiente para Steven Spielberg, Paul Thomas Anderson o, por qué no, Lana Wachowski, llenen el último hueco para completar un Top 10 que, entonces sí, dará fe de un año excepcional. Aquel en el que empezamos a recuperarnos de la cuarentena; aquel en el que el cine (desde los festivales, las salas comerciales y las pantallas domésticas) nos animó a levantarnos. Y la rueda sigue girando: Sundance vuelve a estar a la vuelta de la esquina, y también Rotterdam, y también Clermont-Ferrand, y también Berlín… No hay razón para parar.
Más balances nuestros:
Series y música, por Diego Batlle y Pablo Manzotti, en el podcast Acerca de Nada
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