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La filmografía de Paul Thomas Anderson, de mejor a peor (menos mejor), y críticas de sus películas

El estreno de Una batalla tras otra es la excusa perfecta para armar un ranking de la extraordinaria carrera del director estadounidense y recuperar las reseñas de sus films.

Publicada el 26/09/2025

1- Petróleo sangriento (2007)

2- Una batalla tras otra (2025)

3- El hilo fantasma (2017)

4- The Master (2012)

5- Licorice Pizza (2021)

6- Embriagado de amor - Punch-Drunk Love (2002)

7- Boogie Nights: juegos de placer (1997)

8- Magnolia (1999)

9- Vicio propio (2014)

10- Vivir del azar / Hard Eight / Sydney (1996)

Bonus track:

Junun (2015) - Documental

Y, para completar el panorama, sumo cinco críticas que escribí en el momento del estreno de cada película y que fueron publicadas originalmente en el diario La Nación:

Magnolia rodaje

MAGNOLIA

Más de tres horas de duración, personajes que atraviesan situaciones límite, confesiones de una crudeza y una profundidad desacostumbradas, una veintena de actores de primera línea ofreciendo absolutamente todo de sí, una puesta en escena virtuosa y arriesgada hasta la desmesura (léase personajes moribundos que cantan, un diluvio de... ¡sapos!).

Todo eso (y mucho más) ofrece este tercer largometraje del joven maravilla del cine independiente norteamericano Paul Thomas Anderson. Tras el éxito de crítica y público conseguido con "Vivir del azar", y especialmente con "Boogie Nights - Juegos de placer", a este realizador de apenas 29 años se lo admira (Tom Cruise pidió trabajar con él por una paga simbólica) y se le perdona cualquier tipo de caprichos y excesos.

Y, por eso, habrá que advertir que "Magnolia", una historia coral sobre la crisis afectiva, física y/o moral de un amplio grupo de personajes del muy californiano valle de San Fernando, es una película irregular, con desniveles muy pronunciados.

Pero, más allá de los cuestionamientos que puedan hacérsele a Paul Thomas Anderson (empezando por su arbitrariedad y megalomanía), hay que reconocerle también su enorme talento como cineasta, como escritor de situaciones de una potencia dramática avasallante y conmovedora, como director de actores y -principalmente- como artista provocativo y arriesgado que sólo encuentra una comparación reciente en "¿Quieres ser John Malkovich?" (ambas estuvieron nominadas al Oscar al mejor guión).

Con la apuntada excepción de una megaestrella como Cruise, por "Magnolia" desfilan muchos actores vistos también en películas de los hermanos Coen, de David Mamet y de Robert Altman como William H. Macy, John C. Reilly, Philip Seymour Hoffman o Philip Baker Hall, entre varios otros.

Precisamente, de aquellos "patriarcas" del cine independiente estadounidense (sin olvidar tampoco a John Cassavetes y Lawrence Kasdan), y especialmente de la estructura coral y la sordidez sin complacencias de "Ciudad de ángeles", bebe Anderson para construir una suerte de síntesis de las miradas y las búsquedas de aquellos cineastas.

Pero esta película -ganadora del Oso de Oro en el reciente Festival de Berlín- va más allá de la observación superficial y escarba, con la misma irreverencia de "Felicidad", el polémico film de Todd Solondz, en el patetismo y las miserias de personajes torturados por la descontención emocional, las (re)presiones, el adulterio, el incesto y hasta el cáncer terminal.

Pocas veces se ha visto a tantos actores llorando, sufriendo en cámara como le ocurre al popular predicador de la superioridad sexual masculina que ofrece Cruise, al enfermo terminal que interpreta Jason Robards, al conductor televisivo que compone Baker Hall, al reprimido enfermero Seymour Hoffman, al frustrado y humillado William H. Macy, a la solitaria drogadicta Melinda Dillon, al policía benefactor John C. Reilly o la atormentada esposa que encarna Julianne Moore.

Personajes desesperados y desesperanzados que, en sus largos y por momentos jugosos monólogos a cámara, entregan unas confesiones íntimas capaces de ruborizar, conmover o indignar hasta al más frío de los espectadores.

Incapaz de controlar su osadía y su creatividad, con algunos momentos de innecesario sadismo y una veta algo reaccionaria (un moralismo demasiado subrayado respecto de la infidelidad), Anderson concibe igualmente una de esas obras que, muy de vez en cuando, permiten múltiples lecturas y discusiones apasionadas.

Para los amantes de la forma, el realizador demuestra una gran capacidad para trabajar el montaje paralelo, para sorprender con detalles que luego adquieren trascendencia en la trama y para utilizar las canciones como un elemento de cohesión narrativa de enorme incidencia.

Así, no resulta demasiado arriesgado pronosticar que, con un poco más de humildad y aplomo, Anderson está llamado a ser uno de los grandes directores del cine norteamericano del nuevo milenio.


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PETRÓLEO SANGRIENTO

Con apenas 37 años y cuatro interesantes films previos (Vivir del azar; Boogie Nights: Juegos de placer; Magnolia y Embriagado de amor), Paul Thomas Anderson arriba en Petróleo sangriento a una cima artística a la que la inmensa mayoría de sus colegas de todo el mundo jamás podrán escalar. No estamos, apenas, ante un director con cierto talento que ha alcanzado una temprana madurez, sino ante un artista de enormes proporciones y cuya dimensión real sólo se podrá apreciar cuando el impacto de este film decante y su carrera continúe.

Petróleo sangriento está muy ligeramente basada en Petróleo, la monumental novela de 1927 escrita por Upton Sinclair sobre los inicios de la industria petrolera, las primeras luchas sindicales y la irrupción del socialismo, pero Anderson se despoja del peso de ese original literario para convertir su película en una descripción conmovedora, apasionante y al mismo tiempo aterradora acerca del self-made man y de la contracara del sueño americano, de la codicia y la violencia de la fase más primitiva y salvaje del capitalismo, de los efectos del fanatismo religioso y los falsos dogmas, de la sangre, el odio, la venganza y la manipulación sobre la que se han construido grandes imperios.

Durante casi tres horas de película y tres décadas de historia (1898-1927), Anderson narra la épica de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), un texano al que vemos en la primera escena tratando de extraer plata de un pozo y quedar cojo tras una accidentada explosión con dinamita. Ese solitario, testarudo, ambicioso, obsesivo y oportunista entrepreneur se convertirá en uno de los primeros magnates de la naciente industria petrolera. Claro que para ello deberá negociar y mentir, persuadir y traicionar en una lucha despiadada, a sangre y fuego, por acceder en una loca carrera contra el tiempo a la riqueza y al poder que otros también desean.

No han sido pocos los que -con razón- han comparado Petróleo sangriento con ese clásico de clásicos que es El ciudadano. Day-Lewis dota a su desalmado Plainview del sentido trágico, casi operístico, de los traumas, la demagogia, la psicopatía y la megalomanía del Charles Foster Kane de Orson Welles. Y Anderson nos sumerge en las miserias de ese monstruoso seductor con una potencia dramática, un virtuosismo formal, una profundidad psicológica y un lirismo que recuerdan los mejores trabajos de sus admirados Martin Scorsese, Robert Altman, Terrence Malick o Stanley Kubrick. Pero sería injusto citar sólo un puñado de apellidos ilustres o películas (Codicia, Gigante) porque esta gema dialoga de igual a igual con los grandes de la literatura y del cine norteamericanos, desde William Faulkner hasta John Ford.

Además del costado humano (con la utilización y el posterior desprecio con que el protagonista trata a un niño al que presenta como su hijo para concretar fabulosos negocios), de su revisionismo histórico, del crudo retrato social de aquellos pioneros, de la epopeya económica de quienes apostaron al arrendamiento de enormes superficies de tierra aparentemente sin valor para la perforación de grandes pozos petroleros y la construcción de oleoductos, Anderson utiliza buena parte del film para trabajar el tema de la religión y la fe, a través del enfrentamiento entre el tiránico protagonista y un falso profeta no menos mesiánico, encarnado por el joven Paul Dano (Pequeña Miss Sunshine).

Anderson construye unos fastuosos, embriagadores planos-secuencia, con la colaboración de un equipo técnico excepcional, que incluye al diseñador Jack Fisk (La delgada línea roja), que logra que esta película de muy modesto presupuesto parezca una superproducción; a su habitual director de fotografía Robert Elswit, que hace maravillas con los inmensos y desérticos paisajes texanos, y a los desgarradores y experimentales acordes de Jonny Greenwood, guitarrista del grupo Radiohead, que quizá puedan sonar algo intrusivos para aquellos habituados a bandas sonoras más convencionales.

El párrafo final es para Daniel Day-Lewis, uno de los grandes actores de la actualidad. Algunos, es cierto, cuestionaron en el caso de Pandillas de Nueva York y volverán a hacerlo aquí cierta tendencia a demostrar en cada plano la enorme jerarquía, la técnica, la ductilidad, el compromiso y la intensidad que el intérprete irlandés expone en cada uno de sus trabajos. Pero, más allá de cualquier debate posible respecto de la mayor o menor sutileza, de la apuesta grandilocuente o minimalista que hace un actor a partir de la marcación del director, lo cierto es que su Plainview resulta uno de los personajes más ricos, fascinantes, multifacéticos y contradictorios que el cine ha entregado en mucho tiempo. Y el mérito, en este sentido, es en buena parte suyo. Lo veremos, en pocos días más, levantando la estatuilla del Oscar por este trabajo descomunal.


Embriagado de amor

EMBRIAGADO DE AMOR

Si algún espectador quedó perplejo frente a los principales referentes de la nueva comedia independiente norteamericana como ¿Quieres ser John Malkovich? y Ladrón de orquídeas, ambas de Spike Jonze; o Tres es multitud y Los excéntricos Tenenbaum, firmadas por Wes Anderson, es muy probable que la desconcertante nueva propuesta de Paul Thomas Anderson lo deje directamente atónito.

Si ese mismo espectador se sintió perturbado por los personaje de Björk en Bailarina en la oscuridad o de Johnny Depp en El hombre manos de tijera -por nombrar a dos criaturas extremas e inaccesibles- el Barry Egar que aquí compone Adam Sandler puede incluso resultar irritante.

¿Estamos entonces ante una película fallida? En absoluto. Para sintetizarla en términos psicoanalíticos, se trata de una historia maníaco-depresiva sobre un personaje al límite de la salud mental. Entre la sátira despiadada y el cuento de hadas naïve y edulcorado, Anderson (ganador por este film del premio al mejor director en el último Festival de Cannes) construye un agridulce retrato de un hombre disfuncional por donde se lo mire (patético, solitario, fóbico, ansioso y con súbitos arranques violentos) que se enamora de Lena (Emily Watson), una inglesa divorciada que trabaja con una de sus siete tiránicas hermanas.

Embriagado de amor es una comedia romántica que no adscribe a ninguna de las convenciones ni gratificaciones del género más transitado por Hollywood. Anderson se aleja del gigantismo de buenas películas como Boogie Nights, juegos de placer y Magnolia para regresar a la estructura más contenida y descriptiva de su opera prima, Vivir del azar, en la que retrató a los jugadores profesionales de póquer.

Cada una de las impactantes escenas de Embriagado de amor (un brutal choque automovilístico, la insólita aparición de un piano en la calle, la llamada a una hot-line, el baile en un supermercado, la fiesta de una de las hermanas, el chantaje y la persecución de los que es objeto Egar) funciona de forma aislada como sugestivas y audaces coreografías (la película parece heredera de los clásicos musicales de la MGM) y también como acumulación de miserias, frustraciones, inhabilidades, resentimientos, fantasías y contradicciones de un vendedor de productos sanitarios cuyo mayor interés reside en acumular millas para pasajes aéreos gracias a la oferta promocional de un producto alimenticio. Claro que ningún experto en marketing puede pensar en la obsesividad suprema de Egan, que es capaz de invertir 3.000 dólares y sumar así 1.200.000 millas.

A Anderson se lo ha comparado demasiado con Robert Altman y a Adam Sandler -uno de los cómicos más populares de los Estados Unidos a partir de su paso por el show televisivo Saturday Night Live y por exitosísimas comedias pasatistas y superficiales como La mejor de mis bodas, Un papá genial y Little Nicky, el hijo del diablo- con su admirado Jerry Lewis. Pero Embriagado de amor lleva a ambos a nuevas alturas y horizontes en sus respectivas carreras. El guionista y director, de 33 años, se arriesga con un cruce de géneros y referencias cinéfilas (en distintas imágenes asoman los espíritus de John Ford, Preston Sturges, Jacques Tati y Alfred Hitchcock) que está permanentemente al borde del caos y la sinrazón, pero que al mismo tiempo nunca escapa de su control. Además, incorpora aquí un sentimiento de compasión y empatía hacia sus personajes que no aparecía en sus anteriores trabajos. Por su parte, Sandler deja de lado su absorbente histrionismo para interpretar el vacío y transmitir toda la desesperación y la rabia contenidas de su atribulado antihéroe.

Anderson convocó a dos de sus actores-fetiches (los extraordinarios Luis Guzmán y Philip Seymour Hoffman) para acompañar a la pareja protagónica e ideó un provocativo andamiaje estético-técnico en el que combina sofisticados movimientos de cámara, una cautivante fotografía en pantalla ancha a cargo de Robert Elswit que amplifica toda la fealdad del Valle de San Fernando, de Los Angeles (su lugar natal y ámbito habitual de sus películas), y una intrusiva banda sonora de Jon Brion. Así, Anderson alcanza a sintonizar en el terreno formal con el universo desmedido, delirante, casi surrealista de Barry Egan, un personaje nacido para cautivar o exasperar según la sensibilidad de cada espectador, pero que tiene asegurado un lugar de privilegio en los rincones más absurdos de la historia del cine.


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THE MASTER


The Master, como todas las películas de Paul Thomas Anderson, permanece en la memoria mucho tiempo después de que se encienden las luces de la sala. Podrá gustar más o menos, pero el cine del director de Boogie Nights: Noches de placer, Magnolia y Petróleo sangriento está hecho para perdurar y trascender. En una industria como la de Hollywood, que realiza tantos productos efímeros, la existencia de un autor tan estimulante, audaz, provocativo y, si se quiere, hasta megalómano resulta una bienvenida anomalía.

No es The Master una película fácil, pero es una gran película. Concebido a contramano de la demagogia y la superficialidad que dominan al cine contemporáneo (no es fácil empatizar con sus protagonistas), este film propone un implacable y demoledor ensayo sobre la manipulación psicológica, la dependencia emocional y las más profundas miserias humanas.

El protagonista es Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un tosco marino dominado por el alcoholismo, la obsesión sexual, la desesperación, el dolor y la angustia existencial que, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, profundiza su derrumbe hasta que cae en manos de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), el Maestro del título (personaje inspirado en L. Ron Hubbard, fundador de la controvertida Iglesia de la Cienciología) y opuesto complementario de aquella alma en pena: un líder brillante, seductor y carismático de esos capaces de encandilar y someter a sus seguidores.

El film -ambientado en los años '50, esa época de posguerra en la que se cimentó el sueño americano- se centra en la relación de dependencia, de atracción mutua entre estos hombres tan disímiles (en todo sentido) entre sí. Freddie encuentra cobijo y protección, casi una familia adoptiva, mientras que Dodd tiene el cobayo ideal para desplegar sus técnicas experimentales, desarrollar sus investigaciones y aplicar su doctrina.

La película puede resultar un poco árida por momentos, algo caótica en otros (el director prescinde de una evolución dramática tradicional), pero nunca deja de fascinar y atrapar. Es que The Master tiene tres pilares para sostenerse en las alturas: la inteligencia como guionista y el virtuosismo como narrador de Anderson y las descomunales actuaciones, pletóricas de matices (del intimismo a la grandilocuencia), de la dupla Joaquin Phoenix-Philip Seymour Hoffman, muy bien acompañada por una Amy Adams (Peggy, la esposa de Dodd) que en pocas escenas y desde las sombras se convierte en un personaje decisivo.

Trágica y cómica, bella, amarga y desgarradora a la vez, The Master constituye una experiencia que exige (y merece) una activa participación del espectador. Paul Thomas Anderson entrega una película inasible, fragmentaria, pero con unos cuantos pasajes en los que aflora el gran cine (como el interrogatorio resuelto a puro primer plano), esos momentos sublimes que lo convierten en un film con destino de clásico.


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EL HILO FANTASMA

El hilo fantasma es el último de los nueve títulos nominados al Oscar en la categoría de Mejor Película en estrenarse en la Argentina. Y es para quien esto escribe el mejor de todos. Más allá de las cuestiones "deportivas" (perdió contra La forma del agua, de Guillermo del Toro), la nueva obra maestra de Paul Thomas Anderson es un film a contracorriente, de esos que -por temática, por ambientación, por ritmo, por tono, por profundidad, por sutileza, por elegancia, por matices y por sensibilidad- ya casi no se hacen.

El guionista y director de Vivir del azar, Boogie Nights: Juegos de placer, Magnolia, Embriagado de amor, Petróleo sangriento, The Master y Vicio propio nos transporta a la Londres de la década del cincuenta y, más precisamente, a la casona y taller de Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un obsesivo, riguroso y bastante autoritario diseñador de modas que supervisa la confección de vestidos para ricas y famosas.

Más allá del ejército de costureras y bordadoras que trabajan para él, Reynolds tiene como inseparable, metódica y cínica ladera a su hermana Cyril (Lesley Manville), quien administra cada detalle del emprendimiento. Cuando termina en medio del desgano y el desprecio la relación con una joven, el protagonista emprende un breve viaje durante el cual conoce en una cantina a una joven y torpe camarera llamada Alma (Vicky Krieps), quien se convertirá en su amante y su musa.

Las fobias y las actitudes crueles de Reynolds no tardarán en aparecer, pero Alma no será tan sumisa y dócil como las anteriores parejas. Es cierto que cada toma parece una pintura barroca, cada vestido luce como una obra de arte, pero Paul Thomas Anderson no se queda en el preciosismo o el regodeo visual porque la intensidad de las relaciones, la ductilidad de las actuaciones, los elementos propios del thriller hitchcockiano que aparecen en la segunda mitad y el uso de la hermosa música de Jonny Greenwood (integrante de la banda Radiohead) distancian por completo a este drama de época de los lugares comunes del cine de qualité.

Provocativa, perturbadora, exigente y al mismo tiempo fascinante como pocas películas de los últimos tiempos, El hilo fantasma es una exploración llena de inteligencia, de ideas y de sorpresas sobre el proceso creativo, la manipulación psicológica (surgen los deseos, los celos, la locura) y los inesperados vericuetos del amor.

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