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Crítica de “Las maldiciones”, miniserie de Daniel Burman con Leonardo Sbaraglia y Gustavo Bassani (Netflix)
La transposición de la novela publicada en 2017 por Claudia Piñeiro propone una mirada sin concesiones al cinismo, la hipocresía, la doble moral y las manipulaciones en el ámbito de la política y sus consecuencias a niveles personales y familiares.
Las maldiciones (Argentina/2025). Showrunner: Daniel Burman. Dirección: Daniel Burman y Martín Hodara. Guion: Daniel Burman, Natacha Caravia, Martín Hodara, Andrés Gelos y Pablo Gelós, basado en el libro de Claudia Piñeiro. Elenco: Leonardo Sbaraglia, Gustavo Bassani, Francesca Varela, Alejandra Flechner, Osmar Núñez, Monna Antonópulos, Nazareno Casero, María Ucedo y César Bordón. Dirección de fotografía: Rodrigo Pulpeiro y Javier Juliá. Música: Hernán Segret y Nico Cota. Edición: Eliane D. Katz y Andrea Kleinman. Dirección de arte: Mariela Rípodas. Miniserie en tres partes: Acto 1 - La ley (35'), Acto 2 - Normal (43') y Acto 3 - La maldición (48'). Duración total: 126 minutos. Disponible en Netflix desde el viernes 12 de septiembre.
CRÍTICA SIN SPOILERS
La literatura de Claudia Piñeiro se ha convertido en favorita para las adaptaciones al universo audiovisual. A Las viudas de los jueves, Betibú, Tuya, Las grietas de Jara y Elena sabe (más algunos proyectos originales como El Reino) se les suma ahora Las maldiciones, otra iniciativa con financiamiento de Netflix.
Si bien técnicamente es una miniserie, las tres partes (o actos, como figuran en este caso) de Las maldiciones ascienden en total a 126 minutos y, si les descontamos los créditos finales de los tres episodios, queda una duración neta inferior a las dos horas, apenas por encima de una película promedio.
Más allá de sus a esta altura ya clásicos del cine como El abrazo partido (2004) y Derecho de familia (2006), Daniel Burman ha tenido incursiones notables (Iosi, el espía arrepentido) y fallidas (Edha) en el universo de las series. Y, en ese sentido, el resultado artístico de esta miniserie muy corta o película un poco larga se ubica a mitad de camino entre ambos extremos.
Las dos horas están bien narradas, actuadas y ambientadas, el acabado técnico es impecable (en términos visuales, los codirectores Burman y Martín Hodara contaron con aportes de los talentosos DF Rodrigo Pulpeiro y Javier Juliá), y el permanente pendular entre el thriller político, el drama familiar y hasta cierta estética de western atrapa, pero también hay algo un poco forzado y explicitado en la resolución apurada y subrayada del relato. Es como si Burman y su equipo de guionista no quisieran dejar absolutamente nada sujeto al análisis e interpretación del espectador, como si se vieran compelidos a esclarecer cada aspecto de la trama (hasta simbolismos como los de los cardos que pinchan los pies o un botón faltante), incluso si para ello terminan sumando en el cierre diálogos didácticos, informativos, demasiado obvios.
CRÍTICA CON SPOILERS
(se recomienda leer esta parte luego de haber visto la serie)
Fernando Rovira (el omnipresente Leonardo Sbaraglia) es un ex juez federal que está ejerciendo su segundo mandato como gobernador en una provincia del norte argentino a la que no se identifica, ha quedado viudo (su esposa fue asesinada durante un robo) y tiene una hija de 12 años llamada Zoe (Francesca Varela, toda una revelación). Vale aclarar que aquí ya hay dos cambios sustanciales respecto de la novela de Piñeiro, donde el protagonista es gobernador de la provincia de Buenos Aires y tiene un varón (Joaquín). Además, la faceta esotérica que propone la escritora está casi eliminada en esta transposición fílmica.
El inicio de la miniserie, que transcurre entre un viernes y un lunes (el segundo capítulo es todo un flashback que explicaremos después), tiene como eje la inminente votación de una Ley de Aguas que, de aprobarse, podría impedir multimillonarias inversiones extranjeras en la explotación de litio. Rovira no quiere que salga, pero su partido Pragma ha dado libertad de acción a sus legisladores, por lo que el gobernador y sus operadores luchan contrarreloj por convencer a diputados de la oposición para que rechacen la iniciativa y, así, que no parezca que el oficialismo está en contra del medio ambiente.
Hasta aquí, nada que no se sepa de cualquier negociación política y del típico poroteo antes de una sesión, pero el asunto -claro- es bastante más complicado. La dueña de las tierras en cuestión no es otra que Irene (Alejandra Flechner), la madre de Rovira y verdadera jefa en las sombras, una mujer despiadada que, como le dice a su hijo en determinado momento, “no me tiemblan las manos para arreglar tus cagadas”.
En los primeros minutos del episodio inicial vemos que Román Sabaté (Gustavo Bassani, protagonista de la apuntada Iosi, el espía arrepentido) secuestra a Zoe y la lleva a un aislado y árido paraje de la provincia (dijimos que había algo de western y esa impronta se mantendrá hasta los duelos finales). Pero -quedó aclarado que estamos en zona de spoilers- Zoe en verdad es hija natural de Román. En efecto, durante el segundo capítulo sabremos que Fernando y su esposa Lucrecia (Monna Antonópulos) no pueden tener hijos (él es impotente) y le piden a Román, cercano y fiel colaborador de Fernando, que la “embarace” (sic). Tras una tajante negativa inicial, dudas posteriores y una indudable atracción por Lucrecia, finalmente accede.
Es a partir de entonces que quedan expuestas las dos dimensiones morales del relato: la familiar, humana, íntima, de padres de hecho y de sangre; y la política, con su fuerte carga de cinismo y hasta de violencia cruel (una muerte cercana puede ayudar a un proyecto de reelección o a una futura campaña presidencial). Si el personaje de Sbaraglia (que por momentos parece una extensión del que hizo en la reciente serie Menem) es un típico exponente del manejo manipulador e hipócrita del poder, la verdadera malvada de la historia es la criatura que compone Flechner, secundada por otros siniestros secundarios como el Alberto Capardi de Osmar Núñez. Bassani, en cambio, aparece como uno más tierno, sensible, con algún dejo de humanidad y hasta de culpa, si bien está metido de lleno en el barro de las más oscuras negociaciones (“nada peor que un resentido con información”, dicen de él).
Uno hubiese deseado una narración más profunda (quedó dicho que la resolución es un poco abrupta) y sutil, pero aun con sus limitaciones Las maldiciones resulta un relato potente, eficaz y revelador de las peores prácticas de la fauna política, de los (des)manejos del poder y de cómo eso contamina y se traslada luego al resto de una sociedad que a esta altura descree por completo de la ética y la moral de sus líderes.
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