Columnistas

Blanco y negro pop

Southland Tales, la vapuleada segunda película de Richard Kelly (aquí se editó directamente en DVD como Horas perdidas), es objeto de una reivindicación y sirve como ejemplo para analizar algunas tendencias recientes en el cine norteamericano.
Publicada el 22/04/2008
A riego de resultar algo reiterativo, después de dedicarle la primera columna del presente año (Antihéroes y psicópatas: Estados Unidos, siglo XXI), me parece que vale la pena plantear una nueva vuelta de tuerca en torno a la concepción del mal en el actual cine norteamericano. Eso sí, partiendo de una reflexión acerca del clasicismo fílmico elaborada por el maestro Miguel Marías. En un texto titulado La maldad en el cine - Invisible o con máscara, incluido en el volumen Imágenes del mal, publicado por la editorial Valdemar, Marías pone en juego su aguda percepción de las “tonalidades” expresivas y morales que predominaban en el clasicismo, que según el autor “era, sí, un cine de ‘buenos y malos’, eso que hoy, en nombre de una supuesta ‘complejidad’, se ridiculiza, se escarnece o se desprecia, y que, para colmo se emborrona y se confunde con un relativismo que se me antoja una de tantas trampas y estafas cometidas en nombre de la Igualdad tan deseada como poco conseguida por los revolucionarios franceses”.

A pesar de su, sólo aparente, simplificación dialéctica y del regusto algo nostálgico, la tesis de Marías contaminó al momento mi pensamiento crítico, más aún después del contundente remate final con el que el crítico español apelaba al descontento: “Como si no existiesen ya ni el blanco ni el negro (cuando son, en el fondo, y si no recuerdo mal, los únicos colores que existen en estado puro), y todo fuese gris”. Desde entonces, mis incursiones en el cine americano me han llevado a corroborar una y otra vez su condición grisácea, consistente en una fuerte propensión a la ambigüedad moral y una negativa a exponer de forma aislada (en bruto) las materias primas de la identidad y el comportamiento humano (sean estas principios morales o sentimentales). Así, gran parte del cine estadounidense parece atascado en un ensimismamiento especular, abocado una y otra vez a repetir un juego de espejos que proyecta los movimientos sísmicos de la propia historia y su materialización en un presente en crisis.

Ninguna queja. Es imposible refutar el hecho de que el cine americano vive una época de buena salud y relativa diversidad. Sin embargo, entre tanto catastrofismo político, declive moral y otros retratos del mal, se echa un tanto de menos la claridad y el empuje optimista de antiguas fuerzas utópicas (la mayoría fracasadas), fueran estas artísticas, políticas o ideológicas. Una vez la ironía parece establecida como método y la hipocresía como objeto, ¿cómo no sentir una cierta nostalgia por la claridad del “blanco y negro”? ¿Es posible rastrear en el cine americano actual rastros de la fuerza sensual, abstracta, arquetípica y expresiva de una figura como el Tommy Udo (interpretado por Richard Widmark, descanse en paz) de El beso de la muerte, de Henry Hathaway, pura negrura? ¿Permanece rastro alguno de la empresa vital, independiente y kamikaze de John Cassavetes, o del compromiso ético, moral y fílmico de Chaplin? ¿Y qué sucede si rebuscamos en la actualidad equivalentes yankis de otros aficionados al “blanco y negro”, como Yasujiro Ozu (entregado a la armonía y fragilidad de la existencia), Seijun Suzuki (amante de la fuerza eyaculatoria de la plástica fílmica) o Apichatpong Weerasethakul (fascinado por la belleza del amor más naíf)?

Algo agobiado por todos estos pensamientos y sumido en un caos “cromático”, empecé a rebuscar “blancos” y “negros” en el cine americano actual. No aparecieron muchos, pero alguno acudió a la cita. De entrada descarté las obras cumbre de Vincent Gallo (The Brown Bunny, 2003), Gus Van Sant (Elefante, 2003) o Kelly Reichardt (Old Joy, 2006), películas cuya brillante radicalidad emerge de la opacidad de sus miradas, sumidas en el desconcierto y la derrota. Descarté el cine más mainstream (aunque la fuerza primitiva y física de Will Ferrell podría haberme servido de bálsamo), encontré algo de alivio en el resurgimiento del agit prop a manos de Travis Wilkerson (Who Killed Cock Robin?) y John Gianvito (Profit Motive and the Whispering Wind) y mientras cerraba la puertas a los veteranos revolucionarios (Brian De Palma y David Lynch) por su fijación con el grisáceo caos audiovisual contemporáneo, uno de sus pupilos apreció al rescate. Fue Richard Kelly, un personaje un tanto sospechoso que hasta la fecha sólo había dirigido la forzadamente lynchiana Donnie Darko (2001) y firmado el efectista guión de Domino (2005), de Tony Scott. Sin embargo, en Southland Tales/Horas perdidas, Kelly consigue lo que parece imposible: reconducir una explosión pop multicolor hacia los brazos de una claridad emocional y moral en “blanco y negro”.

La película es un auténtico delirio e intentar clarificar su argumento se antoja prácticamente imposible. Sólo apuntar que de entre la enmarañada red de subtramas que decoran este filme futurista y apocalíptico, situado en el año 2008, poco después de que un caos nuclear haya devastado parte de Norteamérica, sobresalen cuatro figuras arquetípicas: una estrella del porno reconvertida en presentadora de TV (Sarah Michelle Gellar), un actor víctima de una profunda amnesia (Dwayne-The Rock-Johnson), un oficial de policía de Hermosa Beach (Seann William Scott) y un veterano de la guerra de Irak (Justin Timberlake). Todos ellos se verán involucrados en una compleja red conspirativa dominada por las fuerzas gubernamentales y las grandes corporaciones energéticas. Southland Tales es la colosal y excesiva obra de una mente megalómana capaz de asumir hasta las últimas y radicales consecuencias los principios de la cultura pop. En el armazón que soporta la torrencial narrativa del filme circulan de forma libre la sátira política disfrazada de ciencia ficción, varios ecos de Bésame mortalmente (1955), de Robert Aldrich, los acordes sinfónicos de Bethoven y los electrónicos de Moby, el humor descerebrado del Saturday Night Live (incluidas las presencias de Amy Poehler, Chery Oteri, Nora Dunn y Jon Lovitz), la mirada críptica y onírica de David Lynch, la estética del videoclip y la estructuración por viñetas del cómic. En resumen, un milagro de transgresión política y deformidad estética producido por Universal, uno de los grandes estudios de Hollywood.

Con todo, la película termina adquiriendo su estatuto de claroscuro pop por algo que va más allá de su acusada intertextualidad, más allá de su narrativa abierta a las fugas, sus préstamos del cine negro o sus manierismos posmodernos. Southland Tales es una gran película porque, como ninguna otra en el pasado reciente, abre las puertas a una revolución “positiva”. En el seno de un cine político preocupado por rastrear y representar el origen de sus traumas, Kelly opta por exorcizarlos a través del humor, el exceso y la ternura. Mientras a la mayoría de cineastas norteamericanos les obsesiona el declive moral, la condición grisácea del ser humano, Kelly sitúa en el corazón de su epopeya la posibilidad del perdón, la amistad y un efervescente Apocalipsis pop. En blanco (y negro), claro.

COMENTARIOS

  • 13/05/2009 21:45

    totalmente de acuerdo con morder es malisima odio donnie darko son todos unos idiotas

  • 24/04/2008 21:50

    che buenisimo pero la pelicula es mailisima, el guion parece escrito por mi primito de 12 y dirigida por su hermana de 15.<br /> Es mala con ganas.<br /> Kelly es un mono con navaja.<br /> Ya donnie darko con eso de que le salia agua del pecho tipo la del abismo era bastante mala. y si el soundtrack de esa era malo el de esta es peor.

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