Críticas
Cine argentino en Netflix
Especial Pablo Trapero: críticas de “Mundo grúa”, “Leonera”, “Carancho” y “Elefante Blanco”
Con motivo del arribo a Netflix de cuatro notables films de Pablo Trapero, recuperamos cuatro reseñas publicadas en los momentos de los respectivos estrenos y sumamos otros dos textos. Son, en total, seis miradas a cuatro títulos fundamentales del cine argentino del último cuarto de siglo a cargo de un director que en los últimos tiempos se dedicó al universo de las series internacionales (su último largometraje local fue La quietud, de 2018) y al que se lo extraña en el ámbito nacional.
CRÍTICA DE MUNDO GRÚA
Mundo grúa (Argentina/1999). Dirección: Pablo Trapero. Elenco: Luis Margani, Daniel Valenzuela, Adriana Aizemberg, Federico Esquerro, Graciana Chironi, Roly Serrano y Oscar Alegre. Fotografía: Cobi Migliora. Edición: Nicolás Goldbart. Duración: 92 minutos. ★★★★★
Era posible. Para aquellos escépticos que aseguraban que no se podía hacer un film comercial en la Argentina con menos de medio millón de dólares, para aquellos agoreros que establecían que no se podía alcanzar la masividad sin el apoyo de los multimedios, para aquellos incrédulos que sostenían que Pizza, birra, faso era sólo un caso aislado de un hiperpromocionado y para ellos inexistente recambio estético y generacional, aquí está Mundo grúa, una respuesta convincente, demoledora, que llega para demostrar que no todo está perdido en el ciclotímico, previsible y estéticamente avejentado cine nacional.
Pablo Trapero es un realizador de apenas 27 años que se formó en el mundillo de las escuelas de cine, se forjó filmando cortometrajes y concibió su opera prima supliendo carencias financieras con dosis similares de creatividad y perseverancia. Sabía que tenía entre manos un ambiente (el de los operadores de grúa) y un personaje (el Rulo) que rebosaban de sensibilidad y melancolía, que sintonizaban a la perfección con estos magros tiempos, pero a la vez prescindían de la denuncia fácil, de la bajada de línea sentenciosa, de la ampulosidad y la falta de credibilidad tan comunes en la mayoría de las películas argentinas. Había, entonces, que filmar y esperar. Convencer a fuerza de talento de que su Mundo grúa merecía, exigía, un lugar generoso en la cartelera. Ese espacio en el que a partir de hoy podrá tutearse finalmente con el gran público.
Más cerca del naturalismo (¿neorrealismo?) de Bruno Stagnaro y Adrián Caetano y del cine popular de Leonardo Favio que de la veta experimental de Martín Rejtman o Esteban Sapir, Trapero construyó con mínimos recursos (filmó en 16 milímetros y en un granulado blanco y negro) una pequeña gran película.
El film abre con imágenes de las inmensas grúas y -en comparación- de sus diminutos operadores que parecen manejarlas desde el cielo. A ese mundo llega el Rulo (conmovedor trabajo de Luis Margani), un hombre que a los 50 años carga con toda dignidad el peso de una vida con demasiados sinsabores y algunos fugaces momentos de gloria.
Este hombrecito con un corazón todavía más grande que su inmensa barriga fue alguna vez, allá por los años '70, el bajista de un grupo rockero que tuvo su coqueteo con la fama gracias al tema Paco Camorra. Hoy, divorciado y con un patético (pero también querible) hijo adolescente a su cargo, trata de sostener su miserable departamento y luchar contra la amenaza del desempleo.
En Mundo grúa no hay demasiadas historias, los personajes no profieren frases importantes ni se desatan grandes conflictos dramáticos. Al Rulo lo despiden de una empresa porque no pasa el examen médico de la ART. Cansado de los desplantes de su hijo Claudio, lo manda a vivir con la abuela, una típica jubilada de este fin de siglo. Con Adriana (Aizemberg), la dueña de un quiosco, intentan armar una relación que se sobreponga a las penurias, los miedos, los traumas y la distancia. Porque -presionado por la necesidad- el Rulo termina operando máquinas excavadoras en las afueras de Comodoro Rivadavia, a 2000 kilómetros de sus amigos y familiares, allí donde una madrugada fría y ventosa se asemeja bastante al fin del mundo.
Mundo grúa resulta una película de mínimos detalles, de climas sobrecogedores, de lúcidas y despojadas observaciones, un film que hace de la charla entre amigos, de las pequeñas solidaridades cotidianas, un verdadero culto, pero sin caer en el costumbrismo exacerbado ni en la visión conservadora del barrio que profesan tanto los productos de Pol-Ka como los programas del grupo Telefé.
Trapero es un cineasta de una madurez y un aplomo insólitos en alguien de tan corta edad y experiencia. Estamos en presencia de un proyecto de gran director, capaz de transmitir en imágenes -de eso se trata en definitiva el cine- un arsenal de sensaciones y emociones, sin jamás cargar las tintas ni pegar debajo del cinturón. Un director que quiere a y jamás se sitúa por encima de sus personajes. Los entiende y los acompaña en su dolor y también en sus alegrías.
Película humilde como sus protagonistas, melancólica como los decadentes barrios porteños donde transcurre, solitaria como las rutas del Sur que fatiga el Rulo, nostálgica como el tango que suena y genuina y creíble como las historias que Trapero imaginó. Así es Mundo grúa, un excelente film pero jamás una obra maestra, porque nunca fue ése el propósito de su director.
El final, abierto y poético, como tenía que ser, deja al espectador con la súbita añoranza de poder reencontrarse lo más pronto posible con el querido Rulo. Pero Trapero, más que Mundo grúa 2, debe estar concibiendo otras historias, nuevos personajes. El cine argentino los necesita con desesperación. DIEGO BATLLE
(Publicada originalmente en el diario La Nación el 11 de junio de 1999)
DOS CRÍTICAS DE LEONERA
Leonera (Argentina-Corea del Sur-Brasil/2008). Dirección: Pablo Trapero. Con Martina Gusmán, Eli Medeiros, Rodrigo Santoro, Laura García, Tomás Plotinsky. Guión: Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre. Fotografía: Guillermo Nieto. Edición: Ezequiel Borovinsky y Pablo Trapero. Dirección de arte: Coca Oderigo. Distribuidora: Disney. Duración: 113 minutos. ★★★★½
Reseña 1, por Diego Brodersen
Al momento de volcar estas líneas faltan todavía algunos días para el estreno comercial del quinto largometraje de Pablo Trapero. De todas formas, ya se ha escrito y hablado muchísimo sobre la película y su temática, convenientemente simplificada en algunos medios masivos, fundamentalmente la televisión -que se acerca al Festival de Cannes como si se tratara de una extensión de la alfombra roja de los premios Oscar-, como el drama carcelario de una mujer embarazada. Leonera puede ser eso: la historia de Julia, una joven que atraviesa los primeros años de maternidad tras las rejas, pero también es varias cosas más, así como El bonaerense no era sencillamente un retrato de la “maldita policía” (precisamente por esa generalización muchos espectadores, y algún que otro cronista de espectáculos, llamaron erróneamente al film “La” bonaerense).
Se ha escrito, y no deja de ser absolutamente cierto, que Trapero recupera la fuerza dramática y el pulso narrativo que parecía haber olvidado en sus dos obras anteriores. Si en la fallida Familia rodante se entregaba a un costumbrismo desequilibrado que, por momentos, atentaba contra la misma esencia de la historia narrada, en Nacido y criado se ataba al cuello una idea de pericia cinematográfica que relegaba otras posibles ambiciones. Con Leonera el realizador se anima a un relato poblado de extremos emocionales que lo acercan al terreno del melodrama, aunque de una variedad realista que, paradójicamente, le escapa a la afectación de los desbordes. La cámara se pega a Julia y prácticamente no la abandona en momento alguno; en esa y otras decisiones de puesta en escena, como la confianza en la importancia de los detalles de la vida cotidiana en la cárcel, el film va construyendo su propio y personal universo narrativo.
Se dejaron oír también algunas comparaciones que apreciaron en el tránsito de la protagonista ecos de algún film de Carl T. Dreyer o Roberto Rossellini. Puede sonar algo temerario para los cultores de los cánones cristalizados por el paso del tiempo, pero el trabajo de Martina Gusmán, quien se carga sobre los hombros gran parte de la potencia dramática de la película, está a la altura de la Maria Falconetti de La pasión de Juana de Arco, la Anna Magnani de El milagro o la Ingrid Bergman de Europa ‘51. De todas formas, la sensibilidad del film de Trapero no se cruza, salvo tangencialmente, con la idea del calvario, del martirologio, de la locura o la beatificación.
Por el contrario, la película expone, con crudeza y transparencia, la transformación de una criatura, confundida y desestabilizada luego de un cambio drástico en su vida, en un ser humano con una idea relativamente clara de qué hacer con ella. Conocemos muy poco de la Julia anterior al encierro pero, escapándole a más de un lugar común, la vida en la cárcel no hace de la protagonista un ser ruin o descorazonado sino todo lo opuesto. Allí conoce, quizás por primera vez, el valor de la verdadera amistad junto a otra reclusa, una de las cartas maestras del guión que le da al film una potencia dramática que difícilmente podría desplegar de haberse enrollado en esa trama criminal y judicial que amaga con tomar la posta en un par de escenas.
Julia deja de ser una víctima (de otros, de sí misma) para transformarse en heroína cuando descubre la necesidad de defender incondicionalmente su maternidad, de acompañar esos primeros años de vida de su hijo a cualquier precio. En ese sentido, Leonera es el film de una dupla -actriz y realizador- que confía plenamente en el material que tiene entre sus manos, construyendo como pocas películas argentinas recientes una relación de empatía emocional absoluta con el personaje central. Por esa razón, por haber parido una historia que tiene como motor vital algunos de los sentimientos humanos más básicos sin ceder nunca a la dictadura de la sensiblería y la conmiseración, Leonera ya es un clásico del cine argentino.
Reseña 2, por Diego Batlle
Este quinto largometraje de Pablo Trapero recupera los mejores atributos de su cine (el talento y el rigor para narrar una historia) y les suma una sensibilidad hasta ahora desconocida para constituirse en el trabajo más emotivo de una carrera que ya había tenido otros puntos altos, como Mundo Grúa y El bonaerense .
Leonera -presentada hace pocos días en la competencia oficial del Festival de Cannes- describe la odisea de Julia (consagratorio trabajo de Martina Gusmán), una joven estudiante universitaria que, embarazada, es enviada a prisión tras un crimen pasional cuyas precisiones y verdaderos responsables no se conocerán nunca. Desesperada, la heroína del film intenta deshacerse del niño que lleva en su vientre, pero finalmente es contenida por otras madres que se alojan en un pabellón especialmente destinado a mujeres que crían a sus hijos tras las rejas.
Será allí donde no sólo dará a luz al niño, sino también donde tratará de criarlo de la mejor manera posible, incluso frente a las presiones y conflictos con su madre (la actriz y cantante franco-uruguaya Elli Medeiros), una mujer radicada en Francia que regresa al país para disputarle la tenencia.
La cámara siempre virtuosa, pero nunca ostentosa, del eximio director de fotografía Guillermo "Bill" Nieto -habitual aliado artístico de Trapero- sigue de cerca cada una de las actitudes, gestos, miradas y contradicciones de Julia para ayudar a construir un personaje que, gracias a la ductilidad y la convicción que entrega Gusmán (protagonista, productora ejecutiva, esposa de Trapero y gran revelación del film), genera una enorme empatía, una gran complicidad, una permanente identificación por parte del espectador.
La película -rodada en varias cárceles reales y con la bienvenida participación de verdaderas presas y celadores del sistema penitenciario- sigue el derrotero de Julia durante más de cuatro años de crianza y de enfrentamientos y careos con su ex amante (el brasileño Rodrigo Santoro, una de las estrellas del film 300). Precisamente, tanto este personaje como esta subtrama que se ubica entre el thriller judicial y el policial son lo menos logrado e interesante de una película que apuesta durante casi todo su desarrollo por un convincente melodrama sin desbordes.
De todas maneras, cualquier mínimo desajuste o reparo que pueda hacérsele al film queda sepultado por la potencia narrativa, la intensidad emocional, la sensibilidad, la credibilidad y la jerarquía con que Trapero y Gusmán exponen las dudas, las inseguridades, los dilemas morales, los matices, el amor y la capacidad de lucha en este conmovedor derrotero de una joven que se convierte en mujer mientras convive con la hostilidad del contexto carcelario, se abre a las relaciones afectivas y acepta (y luego defiende) su maternidad hasta convertirse en una verdadera leona capaz de rugir dentro y fuera de la leonera del título.
(Publicada originalmente en el diario La Nación el 29 de mayo de 2008)
CRÍTICA DE CARANCHO
Carancho (Argentina-Francia-Corea del Sur-Chile/2010). Dirección: Pablo Trapero. Con Ricardo Darín, Martina Gusmán, Carlos Weber, José Luis Arias, Fabio Ronzano, Loren Acuña, Gabriel Almirón y José Espeche. Guión: Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre. Fotografía y cámara: Julián Apezteguía. Sonido: Federico Esquerro. Edición: Ezequiel Borovinsky y Pablo Trapero. Dirección de arte: Mercedes Alfonsín. Distribuidora: Buena Vista International. Duración: 107 minutos. Apta para mayores de 16 años. ★★★★✩
Melodrama sobre un amor imposible, retrato social sobre la corrupción y los negociados que ligan a abogados, policías, médicos y compañías de seguro (justicia, seguridad, salud pública y empresa privada), y film noir sobre un (anti)héroe trágico que intenta torcer su destino. Todo eso y algo más es Carancho, sexto largometraje de Pablo Trapero y uno de los mejores de su carrera (pelea la cima de su fillmografía con Mundo grúa, El bonaerense y Leonera).
En su primera película con un protagonista de renombre, el director logra que Ricardo Darín se sumerja de lleno (no sin riesgos) en el Universo Trapero (la historia transcurre en su mayor parte en un San Justo nocturno, ominoso y sórdido) y no que la historia se adapte al estilo que el astro cultivara, por ejemplo, en el cine de Juan José Campanella.
Es un placer, por lo tanto, ver cómo Darín debió apelar aquí a un trabajo más físico (le parten varias veces la cara, mantiene fogosas escenas de sexo) que intelectual, más interior (visceral) que superficial, para dar vida a esa conflictuada, contradictoria criatura que es Sosa, un abogado que ha perdido (no sabemos bien por qué) su matrícula y que no tiene más remedio que trabajar -a disgusto- para un estudio que se dedica a conseguir víctimas de accidentes de tránsito (o directamente a armar casos) para quedarse luego con la parte del león en los juicios contra las aseguradoras.
Si bien la película -incluso desde su trailer- alerta sobre esta suerte de genocidio social y sobre el inmenso negocio montado a su alrededor (allí están los caranchos, las verdaderas aves de rapiña), el film no tiene un afán didáctico, moralizante ni demagógico: es la propia historia (muy bien documentada en miles de detalles que aportan a su credibilidad) la que va exponiendo en toda su dimensión la deshumanización del sistema de salud, de las fuerzas de seguridad, de la Justicia y, claro, de las mafias que lucran con la desesperación y el dolor ajenos.
Más allá de que Sosa/Darín es el verdadero motor del relato en un papel con un sino trágico que remite a los personajes clásicos de un Jean-Pierre Melville, un Billy Wilder o un Fritz Lang (o de un Adolfo Aristarain), Gusman -que ya había demostrado su capacidad interpretativa como la madre encarcelada en Leonera- también se luce en el papel de Luján, una joven médica recién llegada a la ciudad y que, por lo tanto, debe pagar el derecho de piso (léase sobrecarga laboral por guardias interminables) en densos hospitales o bien recorriendo las violentas calles del conurbano bonaerense a bordo de una ambulancia.
Con la habitual maestría narrativa de Trapero (algo que el director no ha perdido ni siquiera en sus films menos logrados como Familia rodante o Nacido y criado), Carancho ofrece un impactante, implacable y sobrecogedor retrato sobre la vida en el Gran Buenos Aires, ayudado por el notable trabajo de cámara (RED) y de fotografía de Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, La sangre brota).
Para quienes auguraban un Trapero “vendido” al mainstream por su sociedad artística con Darín, deberán arrepentirse: Carancho es una película audaz, arriesgada, extrema, difícil, hecha sin prejuicios, sin cálculo marketinero y, ante todo, sin concesiones de ningún tipo. DIEGO BATLLE
DOS CRÍTICAS DE ELEFANTE BLANCO
Elefante Blanco (Argentina-España-Francia/2012). Dirección: Pablo Trapero. Con Ricardo Darin, Jérémie Renier, Martina Gusman, Federico Benjamín Barga, Mauricio Minetti, Walter Jakob, Raúl Ramos y Pablo Gatti. Guión: Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Pablo Trapero. Fotografía: Guillermo Nieto. Música: Michael Nyman. Edición: Nacho Ruiz Capillas, Andrés Pepe Estrada y Pablo Trapero. Dirección de arte: Fernando Brum. Sonido: Carlos Lidón y Federico Esquerro. Distribuidora: Buena Vista International. Duración: 107 minutos. Apta para mayores de 16 años. ★★★★✩
Reseña 1, por Pablo Manzotti
Luego de Carancho (un film de género, un cuasi policial negro con un gran atraco y un golpe calculado hacia el final), Pablo Trapero retoma el camino abierto en Leonera: una película de evidente corte social, con un microclima fuertemente marcado. Elefante Blanco cuenta la historia del padre Julián (Ricardo Darin), un sacerdote católico que trabaja en una de las villas de Capital Federal y recibe a Nicolás (Jeremie Renier), un presbítero francés, más joven, que se suma a su labor de base. Luciana (Martina Gusman) es una asistente social que desarrolla su profesión codo a codo con Julián desde hace años, enfrentando las problemáticas subyacentes del lugar.
Trapero es uno de los mejores directores (sino el mejor) del cine argentino actual en términos de puesta en escena. Parte de un piso de calidad, un estándar, al que no puede acceder casi ningún colega con la regularidad, al menos, que él lo logra. Cuenta en su relato con una soberbia fuerza narrativa que se juega en cada escena: todas muy justificadas y elaboradas.
El arranque, la secuencia inicial antes de los títulos, es un ejercicio de cine puro. Casi sin diálogos, muestra como el personaje de Jérémie Renier escapa a la matanza de una población indígena, por parte de grupos narcos, en la selva boliviana. En paralelo, Ricardo Darín se dirige al mismo sitio para rescatarlo maltrecho y llevarlo hacia su barrio, donde le ofrece asilo y trabajo pastoral. El peso de la secuencia planta, desde el vamos, las distintas miradas frente al conflicto futuro que tendrán los protagonistas ¿Se puede enfrentar, con acción social, el poder de los grupos narco en el lugar? ¿Cómo balancear este trabajo entre el poder de la fuerza policial y la burocracia eclesiástica?
Hay un obvio paralelismo entre Leonera y Elefante Blanco. En ambos casos, el director "encierra" al espectador dentro del ambiente opresivo, con una acertada utilización de la puesta en escena. En el caso de Leonera, en la cárcel; aquí, en el barrio. Por momentos, se transforma en un film claustrofóbico, planteado desde el primer plano secuencia (una maravilla) donde, desde la estructura del viejo proyecto de hospital (el famoso Elefante Blanco del barrio 15 de Lugano) la cámara sigue sin cortes a los personajes hasta la capilla, como presentación de la villa al personaje de Renier. Es un gran preludio narrativo para repetir la experiencia con el mismo personaje, pero esta vez será en una instancia más oscura: deberá acceder al sector de uno de los bandos de narcotraficantes para reclamar un cadáver.
Si vale la comparación (¿y por qué no?) el primer cine de Martin Scorsese, el de Calles salvajes, estaba muy influenciado por las libertades del cine francés y el nuevo documental, allá, por inicios de los años '70. Sus planos siempre siguen a los personajes y establecen una mirada desde sus puntos de vista (De Niro, Harvey Keitel). Los retrata con una cámara móvil, que registra el ambiente de acción (en ese caso, una Nueva York violenta y oscura). Hay algo de esa estética narrativa en la película de Trapero. La cámara, casi siempre, está a la altura de los hombros de los protagonistas. Vemos la villa como la ven ellos. Y contamos con las diferentes miradas: Renier, por un lado, Darín, por el otro. Un mismo lugar, dos registros diferentes.
Más allá de estos hallazgos, hay algo fundamental en la película de Trapero que quizá sea lo más importante a destacar: no estetiza la miseria. No soy amigo de films como Ciudad de Dios, un videoclip de las favelas. En Elefante Blanco todas las escenas parecen iluminadas optimizando la luz natural, algo que fija el registro desde el mundo real. Se centra en la historia de los personajes en su contexto. No hace de ese contexto una estilización obscena.
Los registros actorales son todos excelentes: Ricardo Darín confirma su impresionante ductilidad para hacer creíble a cualquier papel que encarne. Martina Gusmán está muy sólida en su personaje y Jérémie Renier logra una performance muy medida, alejándose de los posibles estereotipos del cura foráneo en suelo latino. Quedará para pensar y decidir por parte del espectador si está de acuerdo con la suerte y el destino que se otorga a cada uno de los protagonistas, algo que, por momentos, puede resultar un poco forzado por la misma complejidad del relato que transitan. Pero eso, desde ya, es de lo que se trata el cine: de contar buenas historias.
Reseña 2, por Diego Batlle
En la portentosa secuencia inicial (previa incluso a los créditos), vemos cómo el padre Julián (Ricardo Darín) es sometido a una tomografía en su cabeza; cómo ese mismo cura viaja a Bolivia para rescatar en plena selva a un colega belga, Nicolas (Jérémie Renier), en medio de una matanza de indígenas por parte de narcotraficantes; y cómo ambos terminarán juntos compartiendo un duro trabajo social en las villas porteñas (el film se rodó en la Villa 31 de Retiro y en el edificio del título en la Villa 15 de Lugano).
En esos primeros minutos está sintetizado el tono, el espíritu, las búsquedas de Elefante Blanco, una película que trasciende sus limitaciones (que las tiene) con una puesta en escena impecable, una narración poderosa y una ambientación siempre convincente.
El cine de Trapero ha puesto desde el principio el foco en las contradicciones del entramado social (basta recordar desde Mundo grúa hasta Carancho, pasando por El bonaerense o Leonera), pero nunca había explorado con tanta profundidad la marginación, la violencia, los efectos del narcotráfico y el trabajo de los curas villeros en ese desolador contexto.
Lo primero que hay que decir es que Trapero elude la porno-miseria, el paternalismo y la estilización de la violencia en la línea de películas de proyección internacional como Ciudad de Dios. Prefiere, en cambio, un relato más clásico, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de largos planos-secuencia que siguen a los personajes por los vericuetos del inmenso edificio abandonado y por los intrincados pasillos que rodean a las precarias construcciones de las villas.
Puede que los tres protagonistas no tengan esta vez la complejidad, los matices de otros films de Trapero (el padre Julián que Darín encarna con su habitual solvencia tiene algunas ocasionales y mínimas dudas, pero es “casi” un santo, la asistente social que interpreta Martina Gusman no tiene el desarrollo de sus papeles previos, y, así, es Renier quien saca mayor provecho de un personaje que va creciendo con el correr del relato), y puede también que el sentido homenaje al padre Carlos Mugica resulte demasiado obvio y explícito, pero el director trasciende esos y otros esquematismos con una pintura social, un fresco construido con los mejores recursos cinematográficos.
La labor pastoral en medio de una sangrienta guerra de narcos que tiene incluso a niños y adolescentes como víctimas, las tensas relaciones con las autoridades políticas y policiales, y las diferencias entre los curas de base y la jerarquía eclesiástica son algunos de los aspectos que Trapero y sus coguionistas (los creadores de El estudiante y Los salvajes) abordan durante las casi dos horas del film.
Es cierto que algunos elementos de la trama (las contradicciones íntimas, la culpa, la impotencia, el cansancio, la ira, el sufrimiento, la tensión sexual) están más “explicados” por los diálogos o imágenes demasiado explícitas que trabajados con pudor, con ductilidad o mediante la construcción de climas.
Trapero, queda claro, apostó aquí por la urgencia, la visceralidad, la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción, una carga emotiva que arrasan con cualquier cuestionamiento “intelectual”. Es de agradecer, por lo tanto, que un director de su jerarquía -y con una frecuencia entre película y película que nunca supera los dos años- vaya siempre por más, con audacia, con rigor y, por supuesto, con talento.
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