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Crítica de “Vortex”, de Gaspar Noé, con Dario Argento y Françoise Lebrun (Sección Cannes Première) - #Cannes2021

El director argentino de películas como Solo contra todos, Irreversible, Enter the Void, Love y Climax estrenó un film que muchos han comparado con Amour, de Michael Haneke, aunque -claro- con ese sello de virtuosismo formal que lo ha caracterizado desde siempre.

Publicada el 17/07/2021


Vortex (Francia-Bélgica/2021). Guion y dirección: Gaspar Noé. Elenco: Françoise Lebrun, Dario Argento, Alex Lutz y Kylian Dheret. Fotografía: Benoit Debie. Edición: Denis Bedlow y Gaspar Noé. Duración: 142 minutos.


La nueva película de Gaspar Noé nos llega a todos en un momento especialmente sensible. A priori, inoportuno. La que se ha vendido como la versión de Amour a manos del autor de Irreversible sea seguramente una de las propuestas que ahora mismo menos nos pida el cuerpo. En el contexto de una Europa sensiblemente envejecida (aún más que el momento histórico que acabaría explicando la segunda Palma de Oro conquistada por Michael Haneke), que está todavía sufriendo los estragos de la pandemia del coronavirus, el funesto recuerdo de 2020 (año en el que dicha enfermedad nos recordó la extrema vulnerabilidad de nuestros ancianos), cabe en efecto preguntarse sobre la conveniencia de encerrarse en una sala de cine para ver, durante dos horas y cuarto, la caída en picado de una pareja de octogenarios.

Y no, al menos a mí no me viene a la cabeza ningún motivo por el que someterme a este más-que-presumible via crucis. Pero algo sucede; se dispara la rumorología en la Croisette. Al parecer, esta no es la típica película de Gaspar Noé; al parecer, el hombre se ha derrumbado horas antes de la presentación oficial de su nuevo film. Se dice, se comenta que en una entrevista se han abordado algunas de las heridas recientes en el seno de su familia y, ante esto, el enfant terrible ha aparcado por una vez a su propio personaje y a echado a llorar.

Pensándolo bien, “llorar” y “Gaspar Noé” son dos conceptos que parecía que nunca compartirían la misma frase, pero por lo visto el último año nos ha cambiado a todos. La narración de Vortex, por cierto, se articula también a partir de la unión. Casi todas sus imágenes se nos presentan a pantalla partida, en lo que es un deslumbrante dispositivo (uno más en la filmografía del cineasta franco-argentino) que logra el formato panorámico a partir de la duplicación del 4:3. El marido saluda afectuosamente a la mujer y ella a él.

Plano y contra-plano en simultáneo; sin concretarse en la sala de montaje. El cuadro izquierdo lo ocupa él; el derecho, ella. Están uno enfrente de la otra y a cada cual le corresponde una cámara pegada al cogote. Y, de alguna manera, no vemos ninguno de los aparatos que están filmando. Es solo uno de los muchos trucos de magia de Vortex, film que, a pesar de su innegable virtuosismo formal, consigue respirar por el respeto y solemnidad ante una historia con la que ni Gaspar Noé, ya se ve, se atreve a hacer broma.

Lo cual no implica que su nueva película carezca de algunos de los elementos (estéticos, sobre todo) que de momento han marcado su carrera artística. Fotografía de claroscuros, de fuertes contrastes, de colores saturados, cámara orgánica que parpadea y traza movimientos sobrehumanos… imágenes que, en esencia, sitúan la acción entre el hundimiento sórdido y el vuelo lisérgico. Lo que pasa es que el foco está siempre sobre dos personajes en una etapa (no) vital que irremediablemente nos aleja de las pulsiones pueriles que han marcado sus últimos títulos.

Dario Argento (impresionante en su francés balbuceante) y Françoise Lebrun; el corazón y el cerebro que se apagan igualmente. A él, cada esfuerzo físico se le hace cada día más insalvable; a ella la cabeza se le va y la traiciona. Y, por si fuera poco, un agravante generacional: el del hijo incapaz de ayudar a sus progenitores. Muchos momentos de Vortex son llenados con silencios, con el errático deambular de dos personas para las que el mundo se ha convertido en un angustioso laberinto. El juego con el doble punto de vista y con ese montaje marca de la casa, en el que se producen constantemente saltos de pocos segundos en el transcurso de los hechos, ayuda a destruir las nociones de espacio y tiempo.

La intención es que el espectador se sienta igualmente perdido; atrapado en un espacio en el que los recuerdos y los logros no de una, sino de dos vidas enteras, se aglutinan en una innegable manifestación del síndrome de Diógenes. Pero el propósito general también pasa por fusionar el propio aparato fílmico con el objeto de estudio. Una imagen que en realidad son dos, como un sueño dentro de otro sueño. Juntos en la pantalla y separados en el cuadro: como quien comparte el hogar con alguien que se está yendo. Cada hemisferio de esta partición está dedicado a uno de los protagonistas centrales de este drama familiar: dos seres que se aman, pero que también recelan el uno del otro.

Dos entidades que dialogan también a través del lenguaje cinematográfico que se vuelca sobre ellos. A veces Vortex busca la armonía conjugando planos idénticos tirados desde distintos puntos; a veces, se empapa de la tensión hogareña contraponiendo el movimiento de la parte izquierda con el estaticismo de la derecha. Y viceversa. Eventualmente, la mirada del director se queda bizca con la marcha de uno de los seres amados. Se pierde el sentido de la profundidad (efecto casi-3D alcanzado con la combinación de dos tomas “siamesas”, una pegada al lado de la otra); se pierden las ganas de vivir. Se confirma el carácter de réquiem filmado de la película, de esquela en movimiento. Pasado el placer extático-epiléptico de Climax y Lux Æterna, Gaspar Noé llora.


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