Festivales
Críticas de Concorso Internazionale - #Locarno72
Reseñas de películas que compiten por el Leopardo de Oro en una sección que cuenta con los nuevos trabajos de directores como Pedro Costa, Ulrich Köhler, Damien Manivel, Kôji Fukada, Eloy Enciso y João Nicolau.
-Les enfants d'Isadora (Francia-Corea del Sur, 84’), de Damien Manivel. Ganadora del premio a Mejor Dirección
Llegada al que seguramente fuera el momento más doloroso de su vida, Isadora Duncan –considerada la madre fundadora de la danza moderna– se dio cuenta de que ningún concepto (dicho o escrito) podría plasmar el trauma al que quedaría reducida, por siempre jamás, su maternidad. Acababa de perder a sus dos hijos, y su terrible soledad se vio magnificada por el terrorífico silencio con el que el lenguaje respondió a su aflicción. Ante este vacío, la artista decidió interpelar a su dolor a través del arte. Así nació La madre, una pieza de danza en la que las piernas de Duncan mantenían en equilibrio a un cuerpo renqueante (el suyo), y donde sus brazos acunaban el más insoportable de los pesares: un vacío que ya nunca más podría ser llenado. El lenguaje corporal como solución a aquello que la palabra no podía invocar.
Aproximadamente un siglo después de esta convulsión, una joven bailarina se dispone a reproducir dicha danza. Para ello, acude a un archivo y extrae un libro en el que está contenido el legado artístico de Duncan. Al abrirlo, sus ojos se iluminan… y los nuestros, se oscurecen ante lo que parece ser una serie indescifrable de jeroglíficos. Así se presenta Les enfants d’Isadora, la nueva película de Damien Manivel, un autor para el que el cine parece ser un juego de niños. Después de Un jeune poète y Le parc, la cámara del cineasta francés sigue a la joven bailarina y, al poco rato, a una profesora de baile y a su joven alumna… y al rato, a una de las espectadoras del espectáculo que se ha estado fraguando durante los dos primeros actos. Los repetidos cambios en el punto de observación responden de manera natural a una acción que avanza por pura transmisión. Como sucede, de hecho, con las obras de alcance universal.
Este mismo potencial tiene el cine de Manivel. Cabe interpretar la sencillez en las formas y en la narración de sus trabajos como un proceso en el que el artificio fílmico se desnuda para renunciar a toda aura de inaccesibilidad. Y así es como aquel libro indescifrable de Duncan se hará comprensible (y emocionante) de un modo casi mágico. A pesar de su breve metraje, Les enfants d’Isadora es una película que requiere tiempo para ser asimilada. Como buen film de (y sobre el) aprendizaje, no puede calar sin haber dejado antes clara su evolución. De la ignorancia de lo encriptado transitamos, en deliciosa cámara lenta, al conocimiento más reconfortante: saber que, a pesar de todo, no estamos solos.
Es el milagro de convertir lo complejo en comprensible, sin traicionar nunca su naturaleza. El cine de Manivel, siempre impecable en su ligereza, resuelve el enigma. Los hijos e hijas que Duncan sigue teniendo desperdigados por todo el mundo nos hablan superando las barreras idiomáticas. Unas lo hacen agitando grácil y sentidamente sus extremidades; otros dejando que una lágrima recorra su rostro. Se concreta así el movimiento más importante de todos: de la ejecución de la danza a su contemplación a través de una persona que comparte la maldición de Duncan. Sin dopaje cinematográfico alguno, Manivel nos acerca a la luz del conocimiento… y el calor humano que se desprende de él.
-Echo / Bergmál (Islandia-Francia-Suiza, 79') de Rúnar Rúnarsson.
El nuevo trabajo de Rúnar Rúnarsson, quien se coronara con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián hace cuatro años gracias a Gorriones (Þrestir), supone un evidente cambio de registro en la obra del cineasta islandés. Del coming of age afectado por las circunstancias paisajísticas, pasamos a Echo, una mirada humana mucho más transversal… y a pesar de esto, estática. En otras palabras, la cámara encuentra aquí un cierto reposo mientras el texto amplía el foco de estudio. La quietud se manifiesta como la evidencia de un proceso de maduración autoral, en el que la única filigrana que sobrevive es el juego con el enfoque y el desenfoque entre primer y segundo plano del espacio escénico. Todo lo demás pasa por la meticulosa colocación de los elementos que llenarán la pantalla. Por ejemplo, la película se abre con un cuadro dentro del cuadro, un perfecto tableau vivant. Estamos en un túnel de lavado y, por supuesto, aparece un coche para sacarse de encima toda la roña acumulada. Mientras la maquinaria va operando, el vehículo avanza de derecha a izquierda de la pantalla, creando un efecto ilusorio: uno tiene la impresión de que lo que se mueve es el trasfondo cuando en realidad lo que se desplaza es solo un elemento del encuadre. Se trataría de una inversión de aquel formidable gag de Top Secret donde lo que parecía el movimiento de arranque de un tren revelaba la existencia de un andén móvil.
De aquel túnel de lavado pasamos a la inquietante pulcritud que preside los preparativos para el funeral de un niño. Al difunto le vemos después de que un hombre haya abierto su pequeño ataúd. Corte. Ahora estamos justo en frente de otro sarcófago: una cabina de rayos de UVA. Corte. Ahora presenciamos el incendio provocado de la casa en la que se crio un anciano que, ante tan abrasadora imagen, se refugia en los dulces recuerdos de su juventud. Apoyándose en claves visuales, el realizador de Volcano ensambla conceptos, navegando así por una serie de postales de la fauna islandesa: un viaje que nos lleva del interés zoológico al antropólogo. No en vano, Echo perfila un fresco social que abarca todos los tonos y escenarios de un país, un invento geográfico que no es más que un pequeño laboratorio de la humanidad. De la especificidad nacional pasamos a lo universal, de la riqueza a la pobreza, de la juventud a la vejez, de lo rural a o lo urbano… Un Rúnarsson completista, de visión caleidoscópica.
Y seguimos ampliando el panorama. De las tensiones políticas saltamos a la hermandad familiar, de las angustias coyunturales a la reconciliación que solo puede brindar la providencia. En Echo, los personajes se expresan a través de discusiones o monólogos que derivan en gags brillantes. Perlas humorísticas que siempre nos conducen a nuevas situaciones de apariencia similar pero con distintos protagonistas. La película va tirando del hilo, haciéndose eco del eco, componiendo un cuento navideño coral que podría haber firmado Roy Andersson y que evoca Involuntario, el largometraje que estrenó en 2008 el sueco Ruben Östlund, aunque aquí los niveles de cinismo aparecen rebajados. Luces y alguna que otra sombra para alertarnos de los contrastes y diferencias que, irónicamente, nos conectan los unos a los otros.
-The Last Black Man in San Francisco (Estados Unidos, 121'), de Joe Talbot.
En el diseño de los escenarios interiores de The Last Black Man in San Francisco –debut en el largometraje de Joe Talbot– se encuentra uno de los principales rasgos identitarios de este nuevo producto de la factoría A24, una de las compañías dominantes del actual panorama del cine independiente estadounidense. Ahí yace la clave para desencriptar las verdaderas intenciones de un cuento en el que la estructura exterior de las casas es una invitación para perderse en los secretos que encierran sus interiores. Cada dormitorio, salón y recibidor hace gala de un trabajadísimo detallismo. Un mimo en el atrezo que, más que satisfacer meras filias estéticas, actúa como espejo del espíritu de los espacios. Éstos se muestran aquí como contenedores de recuerdos, de sueños, de sensaciones… de todo aquello que, en definitiva, define tanto al individuo como a la comunidad a la que pertenece. Esa lámpara, ese sillón, ese póster y ese jarrón pueden ser los residuos materiales de esa bronca, o de esa muestra de camaradería que, años después, sigue latiendo.
Con esto en mente, no puedo evitar pensar en aquella frase de introducción para aquel formidable libro desplegable interactivo que era What Remains of Edith Finch, videojuego producido por la compañía Annapurna (y es que los caminos del indie, sea en el formato que sea, siempre acaban convergiendo). El caso es que al poner los pies en casa de la familia Finch, la protagonista de aquella historia remarcaba que “nada en ella parecía anormal, pero había demasiado de todo, como en una sonrisa con demasiados dientes”. Pues exactamente así lucen todas las casas por las que se pasea el protagonista de esta película, un tal Jimmie Fails, autoproclamado “último hombre negro en San Francisco”. Y así luce especialmente la casa que está en el centro de todas sus obsesiones. Se trata de la antigua morada familiar, de inspiración victoriana, construida a mediados del siglo XX por su abuelo (“el primer hombre negro en San Francisco”)… y perdida años después por su padre.
La reconquista patrimonial es el motor principal de una trama centrada en una serie de anhelos íntimos y/o grupales. De hecho, tanto desde la dirección como desde la escritura del guion, Talbot se dedica a reflexionar sobre esa interacción entre lo individual y lo comunitario. Con dicha conciencia, la película consigue sobrevivir al arma de doble filo que podía suponer su deslumbrante aparato formal. Al principio, parece que el conjunto solo pueda despegar echando mano de esos momentos videocliperos que sirven para introducirnos en un ecosistema regido por el orgullo y la tensión racial, pero que no alcanzan a dar fondo a los personajes de la función. Por suerte, no nos quedamos en la fachada: la banda de sonido, en la que domina un viento que parece emanar directamente de la bahía de San Francisco, resulta una poderosa fuente de aliento lírico que, al igual que aquellos interiores, sirve como herramienta de comprensión de los personajes y sus situaciones.
-Longa noite (España, 93’), de Eloy Enciso.
Siete años después del estreno de Arraianos, Eloy Enciso vuelve a rondar los rincones olvidados de la geografía gallega, esta vez para arrojar luz sobre unos capítulos que el tiempo ha querido enterrar de mala manera. Y es que, con Longa noite, el cineasta de Meira se desprende un tanto del interés etnográfico para ganar en carga política. No en vano, el propio título del film nos remite a un sombrío período histórico que, en la España actual, parece generar tanto extrañamiento como incomodidad. Hablamos (habla Enciso) del franquismo, esa noche de treinta años, esa herida mal cauterizada.
Un hombre vuelve a su pueblo natal, convirtiéndose así en una especie de hilo conductor entre historias humanas inevitablemente marcadas por el contexto sociopolítico. En uno de las pocos planos generales urbanos que nos ofrece la película, se percibe un toque de atención metafórico: vemos cómo, en plena noche, la luz de las farolas pugna silenciosamente contra la espesura de una niebla que impide ver con claridad. La luz y la niebla ofrecen una nueva posibilidad para el lucimiento (nunca mejor dicho) de Mauro Herce en las labores de dirección fotográfica, aunque, lejos del exhibicionismo gratuito, las imágenes se erigen en elocuentes portavoces del espíritu reivindicativo que motiva en esta ocasión el trabajo de Enciso.
Estamos en Galicia, en unos años en los que la luz no tiene permitido moverse con libertad. Advertimos esto cuando, tras escuchar las quejas de dos mendigos que intentan ejercer su “profesión” con orgullo y dignidad, uno de ellos muestra su recaudación del día: un puñado de moneadas seguramente ajenas a la memoria de las nuevas generaciones. Al poco rato, por si todavía quedaban dudas, los dos mendigos se enfrentan a un obrero que está construyendo una prisión para un régimen totalitario. A partir de ahí, Enciso va invocando el recuerdo de victorias y derrotas pasadas que marcan los complejos, inseguridades y (crueles) vanidades del presente. Se trata de romper el tabú del ayer para conocer mejor el ahora. Para ello, el director y guionista echa mano de una fértil materia prima intelectual (textos de Max Aub, Luís Seoane o Ramón de Valenzuela) para moldear un proceso memorístico encarnado en la cercanía corpórea de un elenco de actores semiprofesionales.
Discursos, caras y cuerpos hermanados por la tierra de la que emanan. Una tierra inevitablemente manchada por una realidad cuyo terror pasó a ser normalidad durante tres décadas. La narración, dividida en tres episodios, nos habla del pánico sostenido, el exilio forzado y el encierro injusto. Lo hace, principalmente, a través de monólogos travestidos de diálogos. En bares, autobuses y casas de campo se encuentran personas que intercambian, a través de la palabra, sus respectivas vivencias, de las que se derivan claras consecuencias. Lo hacen en la soledad de un primer plano en el que solo cabe su semblante. La única comunicación posible se efectúa a través del corte de montaje entre planos de rostros que nunca llegan a compartir pantalla. Como si cada uno estuviera solo, atrincherado, en sus pensamientos; como si éstos fueran irreconciliables con los de la persona que está a pocos centímetros de distancia física… aunque, ideológicamente, ya se ve, a años luz.
Esta compilación de encuentros –o directamente de enfrentamientos, pues sobrevuela, durante buena parte del metraje, la idea de esas dos Españas condenadas a no encontrarse– se resuelve en un último acto de fuga hacia una naturaleza aparentemente inaccesible, pero que al mismo tiempo parece ser el último refugio de unas voces que no deben caer en el olvido. Hacia allí nos dirige Enciso, en un apunte final que refuerza sus tesis fílmicas, pues una vez más, en lo recóndito, allí donde nos dijeron que no podríamos llegar, reside el secreto que nos acerca los unos a los otros.
Más información:
Crítica de Vitalina Varela, de Pedro Costa
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