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Crítica de “La Boya”, de Fernando Spiner (Competencia Argentina – Fuera de concurso) - #33MDQFilmFest
Quien fuera director artístico en las ediciones de 2013 y 2014 vuelve al festival ahora en su función de realizador con una sensible película-ensayo de fuerte impronta autobiográfica que tendrá su estreno comercial el 6 de diciembre.
La Boya (Argentina/2018). Dirección: Fernando Spiner. Guión: Fernando Spiner, Aníbal Zaldívar y Pablo De Santis. Fotografía: Claudio Beiza. Música: Natalia Spiner. Edición: Alejandro Parysow. Dirección de arte: Juan Mario Roust. Sonido: Sebastián González. Duración: 90 minutos.
Fernando Spiner pasó buena parte de su infancia y adolescencia en Villa Gesell, balneario al que suele regresar con mucha asiduidad. Pero, mientras él se convirtió en un “ciudadano del mundo” (se formó en el Centro Sperimentale di Cinematografía de Roma, se radicó en Buenos Aires, filmó en los más recónditos lugares), uno de sus mejores amigos, Aníbal Zaldívar, se quedó en el lugar, donde desarrolló una trayectoria como poeta y periodista.
Al (re)encuentro en medio de las diferencias, a la reflexión sobre los distintos caminos elegidos en la vida está dedicada esta película, que tiene también otra veta ligada a la figura de su padre Lito, un inmigrante ucraniano que de milagro pudo escaparse de Europa con sus padres y en los últimos años de su vida también abrazó la poesía (y siempre mantuvo una relación cercana con Zaldívar).
Spiner apela a bellos recursos visuales, a registros íntimos y directos (y a algunas decisiones bastante extremas como leer el contenido de una carta de su padre a la que nunca había tenido acceso) para revivir ciertos rituales familiares y generacionales como el de nadar en el mar hasta la boya a la que alude el título. Particularmente intensas son las imágenes de uno de esos trayectos en medio de una tormenta eléctrica.
Por la película aparece no solo su amigo Zaldívar sino también otros habitués del lugar como Ricardo Roux, Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno, pero La Boya está lejos de ser un trabajo esnob sobre intelectuales en contacto con la naturaleza, sino un sentido y entrañable trabajo de indagación personal.
El director de La sonámbula, Adiós querida Luna y Aballay, el hombre sin miedo abandona la ficción (aunque hay aquí unos cuantos elementos de puesta en escena) para incursionar en el siempre riesgoso universo del diario íntimo, del ensayo familiar. Y sortea el desafío a fuerza de nobleza y honestidad, con un relato puro y cristalino, aunque por momentos puede sonar un poco ingenuo o cursi, demasiado melancólico o solemne.
Más allá de que la poesía, el mar, las distintas estaciones y el paso del tiempo están siempre en el centro de la escena, la película tiene unos cuantos pasajes de logrado lirismo en el terreno visual (bello trabajo con las cámaras subacuáticas) y musical (la compositora fue su hija Natalia Spiner), y surge para el director/protagonista como una experiencia sanadora, curativa, una forma de exorcizar traumas, dolores, distancias, ausencias. Esa es también una parte constitutiva del cine de autor.
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