Festivales

Kathryn Bigelow y Mamoru Oshii regalaron un gran final

La 65ª edición de la Mostra terminó tal como empezó: con buenas películas. Los dos últimos días se vieron animados por dos espléndidos films: The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow (foto), y The Sky Crawlers, de Mamoru Oshii. Por su parte, los otros dos títulos norteamericanos de la competencia fueron desparejos. Mientras Rachel Getting Married, de Jonathan Demme, ofreció argumentos para defenderla, The Wrestler, de Darren Aronofsky, dilapidó su prometedor planteo inicial por culpa del maniqueismo.
Publicada el 30/11/-0001
El caso de Bigelow es particularmente interesante. The Hurt Locker provocó una intensa polarización de opiniones entre la crítica. Mientras los italianos la destacaban como la mejor de todo el festival, los que la detestaron enarbolaron ese escabroso y resbaladizo adjetivo que suele surgir cuando faltan los argumentos de peso: “fascista”. Nada de eso. La película, que acompaña a un grupo de expertos artificieros (desarmadores de bombas) destacados en Irak, asume el objetivo de retratar la guerra como adicción, como una droga que se asienta en el imaginario de sus participantes y los convierte en mercenarios de su propio deseo de acción adrenalínica. Para conseguirlo, Bigelow construye un sofisticado mecanismo ritual en el que, misión tras misión, los artificieros se entregan a la tensión de la inacción, a la espera del estallido final. No hay en la película rastro de ideología. Ni intereses petrolíferos, ni armas de destrucción masiva, sólo tres hombres enfrentados a la única fuerza motora posible para el ser humano en guerra: la supervivencia. Más allá, cuando la condición militar se hace tragedia, emerge la venganza. A nivel dramático, el film recuerda intensamente a las películas bélicas de Samuel Fuller (Más allá de la gloria/The Big Red One, Cascos de acero/The Steel Helmet) mientras que la puesta en escena podría formularse como una suerte de Tony Scott vaciado de épica y de estallidos catárticos, o mejor aún, la trascripción bélica de lo conseguido por el gran Johnnie To en The Mission, una poética de la suspensión de la acción. La película roza la crisis cuando se acerca a la psicología (los traumas de los personajes), pero los resuelve con un ingenio ejemplar, como en el caso del soldado que lleva consigo una caja con aquellos objetos “que podrían haberlo matado” (detonadores de bombas y un anillo de boda).

Como el protagonista de The Hurt Locker, un magnífico Jeremy Renner, los personajes de The Sky Crowlers, de Mamoru Oshii, el realizador de la saga de Ghost in the Shell, son seres que no le temen a la muerte. Se trata de los Kildren, una raza de adolescentes que no envejecen jamás y cuya misión es la de enfrentarse unos contra otros en una guerra ficticia operada por dos grandes corporaciones. Es tiempo de paz y el mundo (una versión retrofuturista del nuestro) necesita una guerra para seguir alimentando sus ilusiones pacifistas. Una poderosa parábola social que Oshii lleva a un territorio filosófico cuya densidad nunca obtura la narración, algo que sí sucedía en Innocence: GITS 2 por culpa del uso atragantado de demasiadas citas. En The Sky Crawlers sólo se cita a Albert Camus; sin embargo, cada gesto narrativo (pausado, mortecino, fatídico) apunta hacia cuestiones que ponen en jaque los pilares del pensamiento moderno. Por ejemplo, la guerra vista como necesidad, como divertimento mediático y público, una suerte de macabro deporte nacional que permite a los individuos saciar su sed de héroes y victorias.

También se formula en la película un interrogante trágico: ¿Qué necesidad de crecer tiene una persona que vive permanentemente al borde de la muerte? Así, en el teatro de la guerra en el que viven los Kildren, la realidad se vive entre brumas, bajo el manto protector del distanciamiento emocional, una ausencia de sí, un bucle infinito y catastrófico. Además, la valentía de Oshii, gran maestro del animé japonés, no se reduce al territorio de las ideas, sino que estalla contenidamente en unas imágenes (mezcla de 2D y 3D) cuya pátina brumosa evoca perfectamente ese efecto alucinado, anestesiado y lisérgico que define la existencia de los Kildren. Un auténtico réquiem fantasmal para la juventud de hoy cuyo tempo remite tanto a Blade Runner como a las elegías fílmicas del ruso Alexander Sokurov.

La tercera película en orden de importancia de las proyectadas en las dos últimas jornadas del festival fue Rachel Getting Married, un film que empecé detestando y que terminé admirando con muchas reservas. De hecho, creo que lo más fascinante de la última película de Jonathan Demme es su imperfección. Mientras la tendencia actual del cine de Hollywood apunta hacia la redondez del acabado, origen de un cine aséptico, Demme, inspirado por la herencia de Cassavetes (aunque en Venecia críticos y periodistas insistían en revivir el Dogma de Lars von Trier), se atreve a dinamitar ciertas leyes de la ortodoxia actual. Rachel Getting Married no entiende de arcos dramáticos, ya que se aposenta sin disimulo en un climax perpetuo, un territorio de alto voltaje emocional donde la cámara móvil y orgánica de Demme se entrega a la caza de un momento emoción pura ¿El problema? Resulta terriblemente difícil conquistar el territorio de lo sublime cuando se deja tan poco espacio para la trasgresión ¿Cómo extraer una pulsión fuera de lo común cuando no dejan de sumarse tópicos y clichés? Padres divorciados, un matrimonio interracial en el seno de una familia progresista, un soldado destinado a la guerra de Irak, una adicta al alcohol egocéntrica, un romance con otro ex-alcohólico…

Por momentos, parece que a Demme le importe más agradar al público que desafiarlo, pero poco a poco va abriendo interesantes grietas en el film, desequilibrando las secuencias, desplazando los picos melodramáticos a las esquinas del relato y situando en el centro los ritmos musicales de la celebración nupcial. Por momentos, el guión se disuelve en vívidas expresiones físicas (bailadas) del inconsciente colectivo, aunque siempre termina volviendo a la superficie, casi siempre por culpa del personaje central de la película, la Rachel a la que da vida Anne Hathaway. Es más que probable que la joven estrella de Hollywood se lleve el premio a la mejor actriz del festival; sin embargo, es justamente su lucimiento personal lo que termina restando puntos al conjunto del largometraje. Mientras la mayoría de los actores participa de un interesante juego colectivo, en el que la energía circula por entre sus cuerpos y rostros, la Hathaway se dedica a ser esa “gran actriz con posibilidades de Oscar” que todo espectador ha visto una y mil veces con diferentes rostros. Y así, a pesar de su incapacidad para llevar hasta las últimas consecuencias sus mejores hallazgos, Rachel Getting Married es un film disfrutable, incluso dentro de su irregularidad e intrascendencia.

Y finalmente llegó The Wrestler, una película que despertó apasionadas ovaciones en sus pases de prensa. El problema es que el interés de la película no dura más de veinte minutos. Tras unos sensacionales títulos de crédito en clave pulp-rock, la película centra su mirada en el crepúsculo de un viejo luchador de wrestling profesional empeñado en seguir subiéndose a la lona para hacer lo único que sabe hacer: pelear. Pero entonces, después de una presentación que apunta hacia un cine sobrio y sorprendente, tratándose de Darren Aronofsky, la película emprende el camino de la flagelación del personaje principal (un monstruoso Mickey Rourke) y del espectador. Partiendo con una de las peleas más sangrientas jamás filmadas (que incluye toda clase de objetos cortantes y punzantes), siguiendo con una previsible historia entre la bella (impresionante Marisa Tomei) y la bestia (Rourke), y terminando con una maniquea e imposible reconciliación paterno-filial entre “el luchador” y su hija (una nefasta Evan Rachel Word).

En su desorbitado afán por mitificar la figura del perdedor, la película termina alejándose de referentes nobles (como podrían ser Toro salvaje, Ed Wood o Rocky) para incursionar en la senda abierta por films como La pasión de Cristo (a la que se hace una referencia, irónica y explícita) o Apocalypto, ambas de Mel Gibson. En cualquier caso, no se trata de una cuestión de cantidad de sangre vertida o del grado de exceso de la puesta en escena (aquí los estallidos efectistas de Aronofsky son mínimos) sino de la apuesta por un tipo de escritura afectada y simplista, apoyada en un pornográfico ejercicio de explotación del cuerpo, la historia y la personalidad de un hombre hundido (Rourke). Para colmo, Aronofsky aprovecha la menor oportunidad para situar en plano enormes banderas americanas, por si las obvias implicaciones sociales del relato no eran suficientemente claras (una Norteamérica autodestructiva y obsesionada por la violencia). Y es que lo obvio suele darse la mano con lo obsceno.

COMENTARIOS

  • 9/09/2008 10:19

    ¿Alguien sabe si se va a estrenar en la Argentina?. Hace mucho que no se ve algo de Bigelow, y es una gran directora....

  • 6/09/2008 9:15

    Diego: Martina Hirsch vive en Nueva York y de vez en cuando nos manda críticas desde allí, mientras que Martina cinéfila es una lectora-amiga bien porteña. Abrazo

  • 6/09/2008 7:49

    Una pequeña curiosidad: ¿martina-cinéfila... es Martina Hirsch, la columnista ?

  • 5/09/2008 17:03

    Gran trabajo, Manu. La mejor cobertura que he leido y no sólo en Internet. Hablando siempre de cine, analizando en serio, sin superficialidades. Volvé tranquilo a Barcelona, con la satisfacción del deber cumplido. Y vi que tus críticas desde Venecia ya están, además, en imdb.com para que sean de consulta y referencia. Saludos porteños

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