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Crítica de “Fue la mano de Dios” (“The Hand of God”), de Paolo Sorrentino (Competencia Oficial) - #Venecia2021
El director de Le conseguenze dell'amore, El amigo de la familia, Il divo, This Must Be the Place, La grande bellezza, Juventud, Loro y The Young Pope regresa a su Nápoles natal para su película más personal hasta la fecha, que estará disponible en Netflix desde el 15 de diciembre próximo.
Fue la mano de Dios (È stata la mano di dio / The Hand of God, Italia/2021). Guion y dirección: Paolo Sorrentino. Elenco: Filippo Scotti, Toni Servillo, Teresa Saponangelo, Marlon Joubert, Luisa Ranieri, Renato Carpentieri, Massimiliano Gallo, Betti Pedrazzi, Biagio Manna y Ciro Capano. Fotografía: Daria D’Antonio. Edición: Cristiano Travaglioli. Duración: 130 minutos.
Los veranos son este período en el que la parroquia futbolera vive suspendida en el limbo, entre ilusionante y angustioso, del deshojar la margarita. El “me quiere; no me quiere” se convierte aquí en “se queda, se va o se viene”, dedicado, claro está, a estos ídolos que nos dan y nos quitan la ilusión de vivir. No es exageración. Por ejemplo, como barcelonista que me ha tocado ser, siempre recordaré la temporada estival de 2021 como aquella en la que Dios me abandonó. Esto es así, y no hay nada que vaya a cerrar esta cicatriz.
Pues bien, la acción de Fue la mano de Dios nos hace aterrizar en ese momento en el que parecía que toda la creación estuviera pendiente de Nápoles. Diego Armando Maradona, definido por unos títulos introductorios como “el más grande futbolista que ha habido y que habrá jamás”, a lo mejor se quedaba en el Barça; a lo mejor desembarcaba en la ciudad partenopea. Ahí estaba la indecisión, y ahí está también la de un muchacho que, como muchos otros, afronta la entrada en la vida adulta con los miedos e incertidumbres del “¿qué va a ser?”
De Nápoles a Roma, y de ahí, a la casilla de salida. Con esta película, la filmografía de Sorrentino vuelve sobre sus propios pasos, como si en efecto, deseara que el tiempo fuera hacia atrás. Y sí, Fue la mano de Dios es un regreso a los orígenes. Es una auto-biopic en la que el cineasta italiano evidentemente se mira al espejo, pero en el que también apunta hacia sus familiares, hacia los demás animales (fantásticos) que les rodeaban y, por supuesto, hacia el ecosistema donde todos estos habitaban.
La película, de hecho, abre con un majestuoso barrido aéreo de la costa napolitana. Al principio, la cámara sigue a unas lanchas motoras que surcan el Mediterráneo saltando de ola en ola, después se fija en los coches que circulan al lado del paseo marítimo y, después, el teleobjetivo vuelve a perderse en un mar infinito. La mirada omnipresente de Sorrentino abraza esa caótica ciudad (sus imágenes, sus sonidos) como si fuera un ser querido más y, en efecto, el espacio (de grandísimas dimensiones) vuelve a jugar un papel clave en el desarrollo de una película que, como cabía esperar, aspira a grandísimos objetivos. Como sucede con los más grandes futbolistas, vaya.
Y no cabe duda de que Fue la mano de Dios se sabe importante, lo que pasa es que tiene que serlo para el propio Sorrentino. Y está bien que así sea, porque el cine también puede ser un ejercicio de intimidad (compartida); de poner en orden el pasado más personal. De hecho, en una escena concreta, la figura de un maestro cineasta alecciona al joven protagonista (evidente alter ego de quien dirige y escribe) sobre las virtudes del séptimo arte. Este, afirma, es un instrumento de evasión; una herramienta exageradamente deformadora de una realidad insufrible, decepcionante.
Y, por supuesto, ante los ojos de Paolo Sorrentino, ya consagrado como el autor italiano más cool de su generación, todas las situaciones, todos los diálogos y todos los personajes aspiran a dejar poso, ya sea en la retina, ya sea en el alma. Fue la mano de Dios está impregnada de esa belleza que se magnifica con las propiedades de lo grotesco y de lo efímero, y -por supuesto- se zambulle una y otra vez en la mitomanía. Y ahí está el Diego, de fondo, entrenando los lanzamientos de falta, clavando cada tiro en todo el arco.
Y es inspirador, pero al mismo tiempo desolador, porque sabemos que nosotros, pobres mortales, jamás llegaremos ahí. En cualquier caso, también está bien que sea así, porque pone a cada uno en su sitio. La que podría definirse como la Amarcord de Paolo Sorrentino es esto, un colorido y espectacular fresco iconográfico en el que el autor intenta encontrar el sentido a esa añoranza que no se disipa, a esa herida que todavía duele, a ese chiste que aún hace gracia. Es el ayer, no tal y como fue, sino más bien como nos gustaría que hubiera sido. Porque a lo mejor nunca controlaremos el destino, pero sí su relato. Los mitos (del fútbol, del cine, de nuestra vida…) se construyen así.
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