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Crítica de “El poder del perro” (“The Power of the Dog”), de Jane Campion, con Benedict Cumberbatch, Kirsten Dunst y Jesse Plemons (Competencia Oficial) - #Venecia2021
La directora de Un ángel en mi mesa, La lección de piano, Retrato de una dama, Humo sagrado, En carne viva y Bright Star regresó al cine tras 12 años con un western que Netflix estrenará en todo el mundo el 1º de diciembre.
El poder del perro (The Power of the Dog, Nueva Zelanda-Australia/2021). Dirección: Jane Campion. Elenco: Benedict Cumberbatch, Kirsten Dunst, Jesse Plemons y Kodi Smit-McPhee. Guion: Jane Campion, basado en la novela homónima de Thomas Savage. Fotografía: Ari Wegner. Edición: Peter Scibberas. Música: Jonny Greenwood. Duración: 128 minutos.
Una de las primeras escenas del nuevo trabajo de Jane Campion plantea una situación de violencia (social) que encapsula no solo las principales tesis del film que estamos viendo, sino que además dan buena cuenta de algunas de las constantes en la filmografía de la cineasta neozelandesa. Un hombre “muy hombre” mira con asco y desprecio las obras y el proceder de un muchacho que, a sus ojos, es excesivamente “afeminado” y, claro, tiene que hacerlo notar a sus inseparables compañeros, los cuales cumplen la cruel voluntad del macho alfa, cebándose con el pobre chaval a base de burlas groseras.
Estamos en una sucia taberna, en el corazón del estado de Montana, a principios del siglo XX. El sitio y el momento ideal para reafirmarse en la virilidad; para atrincherarse en la masculinidad más tóxica. Campion adapta a Thomas Savage en esta historia sobre dos hermanos, y sobre la manera en que gestionan la presión de “tener que ser hombre”. Drama de época de cuidada factura técnica, en el que Jonny Greenwood parece desempolvar la partitura de Petróleo sangriento / There Will Be Blood, y en el que la paleta de colores negros y marrones de la fotografía de Ari Wegner recuerda a la ruralidad pictórica de Andrew Wyeth.
Notas y tonalidades para un mundo agrio, árido, rudo. En estas geografías que empujan a la soledad, el primer hermano se permite llorar únicamente en la salvadora complicidad que ha construido con su esposa; el otro, se refugia en un escondrijo forestal (cuyo acceso recuerda a ese túnel por el que las protagonistas de Mi vecino Totoro entraban en el mundo de la fantasía), lejos de las miradas ajenas, para mostrarse por fin tal y como es. Espacios y momentos a salvo del mundanal mundo; planos detalle que aíslan a los espíritus sensibles de todos los estímulos que les perturban.
Jane Campion en tierra de hombres que todo lo queman y contaminan a su paso. Estamos, cabe recordarlo, en la era del “progreso” afianzando la propiedad de lo que antes fue virgen. Normal que todo lo que pasa en escena esté condicionado por la influencia malévola y desquiciante de aquellos que sienten aversión hacia cualquier pulsión femenina. Pues bien, incluso aquí se sigue defendiendo la compasión y la comprensión hacia aquellos que en principio no la merecen, algo que se nota a la hora de atribuir la gracia de la profundidad psicológica, concedida solo a quienes peores males infringen.
Formidable virtud de ese cine en el que, precisamente, debilidades y fortalezas se confunden o, si se prefiere, se intercambian las posiciones que históricamente les hemos asignado. Lo hace con ese sentido de la imprevisibilidad marca de la casa; esto sí, si este antes se manifestaba como una especie de instinto animal contra el que no podía interponerse ningún argumento (racional), ahora actúa más como una engorrosa sensación de deriva; de no saber del todo bien hacia dónde ir, ni qué decir, más allá del titular.
Puro efecto Netflix: la -dilatada -narración de la película está dividida en episodios, y en ocasiones parece que cada uno de estos haya estado montado por una persona distinta (y que a ninguna de ellas se le haya contado el plan maestro o las líneas generales que debieran seguirse). Al final, este western que muy acertadamente juega a esconder y cae en la fatal contradicción de subrayar los gestos y detalles que, a la postre, acaban por delatar la verdadera naturaleza de sus personajes. Esta falta de sutileza que, bien pensado, ha caracterizado buena parte de la obra de Campion actúa aquí como una trampa que juega en contra del espíritu del relato. Como si su desarrollo y su resolución se dedicaran a desacreditar el modo en que este fue planteado; como si la película estuviera aprisionada por las mismas dudas y complejos de esa masculinidad débil que, por desgracia, todo lo impregna.
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ATENCIÓN: LEER ESTE COMENTARIO DESPUÉS DE VER LA PELÍCULA La directora y guionista neozelandesa Jane Campion (n.1954) saltó a la fama por ser la primera directora en ganar en Cannes en 1993 con una gran película llamada LA LECCIÓN DE PIANO. Ahora se interna en el mundo de los vaqueros con una película que está filmada como se hacían hace 70 u 80 años cuya acción transcurre en Montana(el famosos lejano oeste) en 1925. Se trata de la historia de los hermanos Phil (Benedict Cumberbatch) y George (Jesse Plemons), dos ganaderos dueños de un rancho. George es un a persona agradable y sociable mientras que Phil es un malvado de manual violento y profundamente homofóbico. George conoce a Rose (Kirsten Dunst) que tiene un hijo adolescente gay que se llama Peter (Kodi Smit-McPhee) Al poco tiempo George y Rose se casan y eso transforma radicalmente la vida de Phil y Peter La película narrada en cinco episodios tiene un desarrollo lento en la primera mitad donde se advierte una tensión creciente entre Phil y Rose pero gana en intensidad y saca patente de buena cuando el joven Peter se instala en Montana junto a su nueva familia. Es allí donde se advierte que surge una relación amistosa entre Phil y Peter que pone en tela de juicio lo que se ha visto en la primera parte. Sin ser novedosa la directora filma muy bien esta historia con la ayuda de dos actores excelentes como el consagrado Benedict Cumberbatch y el joven revelación Kodi Smit-McPhee. (7/10)