Festivales
Críticas de la Competencia Oficial Tiger - #IFFR2021
Reseñas de algunas de las 16 películas que compiten por el premio Tiger de la 50ª edición de la muestra holandesa.
-I comete (I Comete: A Corsican Summer, Francia/2021), de Pascal Tagnati. Duración: 128 minutos.
Este primer largometraje de Pascal Tagnati le permitió trabajar codo a codo con los habitantes de un pueblo costero de Córcega, de donde es originario. Con una mezcla de actores profesionales y otros amateurs, filmó siempre con la ayuda de ellos en el armado de los conflictos y los diálogos durante un verano. Se trata de un lugar muy particular, ya que allí conviven las culturas francesas e italianas con las tradiciones de las islas y su propio dialecto.
En la línea del cine del Michelangelo Frammartino de Le quattro volte, pero con más énfasis en lo ficcional, Tagnati apela a largas tomas con cámara fija para describir situaciones que tienen a niños, adolescentes, adultos y ancianos como protagonistas. De inevitable estructura coral, I comete encuentra, de todas formas, algunos personajes encantadores como François-Régis (Jean-Christophe Folly), un africano adoptado por una familia local que parece ser el único negro del lugar.
Los personajes nadan, bailan, se seducen, se pelean, van al mar, a comer, a una discoteca y las escenas van de lo erótico a lo religioso, de lo musical a lo gastronómico, mientras las charlas o monólogos pueden ser sobre fútbol, sexo o cuestiones más filosóficas. La fotografía de Javier Ruiz-Gómez le da al film ese bucólico y bello clima de los veranos en comunidades pequeñas donde todos se conocen y en las que van surgiendo las inevitables diferencias generacionales. Un laboratorio, un microcosmos que Tagnati describe e interpela con convicción y sensibilidad. DIEGO BATLLE
-Friends and Strangers (Australia/2021), de James Vaughan
En octubre de 2015, el periodista y escritor inglés John Carlin subió, en Australia, a un avión con destino a Europa. En ese viaje de vuelta, el británico se dedicó a reflexionar sobre lo aprendido en aquel país lejano, pero sobre todo a añorar el caos, ajetreo e imperfección de su tierra natal. La economía y la sociopolítica la nación-continente oceánica perfilaban una especie de utopía de progreso en forma de democracia saneada, baja desigualdad de renta per cápita, alta esperanza de vida, tasa de desempleo casi inexistente… Aún así, una inquietud latía con fuerza bajo tan deslumbrantes apariencias. Un temor que se podía explicar, tal vez, a través de una de las máximas del historiador Edward Gibbon: “Existe en el ser humano una propensión fuerte a despreciar las ventajas y magnificar los males de la época en la que le toca vivir”. A lo mejor, por esto, en algunas de las grandes ciudades australianas abundan los avisos que advierten sobre un sinfín de peligros impensados: árboles con ramas que podrían caer en cualquier momento, columpios que podrían propulsar a los niños hasta el infinito y más allá, patologías que, a efectos prácticos, afectan de manera imperceptible a una proporción minúscula de la demografía…
Australia luce como la evidencia palpable de lo que Carlin bautizaría como “Las frustraciones de la perfección”, o sea, la necesidad enfermiza del ser humano de encontrar problemas en los escenarios en los que estos brillan por su ausencia. Pues bien, el largometraje de debut James Vaughan afirma, en unos títulos explicativos que sirven para clausurar la función, que todo lo que hemos visto ha sido rodado en las tierras de los Eora y los Ngunnawal, pueblos aborígenes que no hacen acto de presencia en la hora y media de metraje del film. Como si de alguna manera hubieran sido borrados en algún punto del “impoluto” camino de utópico progreso que ha conducido a una realidad “perfecta”. La presentación de Friends and Strangers recuerda ligeramente a la portentosa apertura de Walkabout, de Nicolas Roeg (otra revelación de un británico en tierras aussies), en la que un bombardeo de pinceladas de vida moderna urbana era condenado al extrañamiento debido a su profundo desarraigo respecto a los orígenes de la humanidad (representados por la naturaleza y el mundo aborigen). Ahora, Vaughan repite la jugada presentando primero una galería de cuadros sobre la llegada de los primeros europeos a las costas australianas, y después una serie de tomas fijas de una ciudad, máxima expresión de la civilización occidental.
El litoral virginal de antaño ha sido reemplazado por ríos de asfalto, gigantescas estructuras de hormigón y amplios parques donde la flora local crece de manera racional. Es el nuevo jardín del Edén, donde todo es aparentemente perfecto… tanto que a la fuerza algo tiene que salir mal. De la pintura al cine (de viñetas): Vaughan sigue, en planos estáticos, la inocua cotidianidad de un joven llamado Ray, marcada por los despreocupados y aburridos encuentros y desencuentros de una persona cuyo mayor problema está seguramente en la falta de problemas significativos. Friends and Strangers se traduce en hora y media de tableaux vivants que conjugan el costumbrismo con un surrealismo que se filtra en la contemplación de la placidez. Es como si el cineasta palestino Elia Suleiman llevara a cabo uno de sus ejercicios observacionales, pero sin la más mínima intención (o necesidad) de apoyarse en ninguna conciencia de clase (o de pueblo). En las antípodas de dichas inquietudes, Vaughan ve el acto cinematográfico como una expresión quintaesencialmente burguesa: la herramienta ideal para dar forma a los caprichos de quien puede derrochar alegremente su tiempo y, seguramente, también sus recursos económicos.
Las aventuras y desventuras de Ray (quien ve desfilar la vida con desidia) conforman un ilustrativo mural del privilegio, del saber y poder vivir sin oficio reconocible. Un paseo por el paraíso, sin rumbo o intención, más allá del evidente disfrute de lo inútil, algo que Vaughan transforma en gesto político: una celebración de la energía malgastada, una denuncia de las asfixias utilitaristas que exigen que cada imagen, objeto, acción o declaración deba tener una intención y propósito justificable. Es el gozo de lo imprevisible… aunque sea lícito sospechar que, efectivamente, no sirve para nada. Resueltos los engorros de la supervivencia, el despreocupado artista australiano nos invita a perder el tiempo con él. El propio arte adquiere cuerpo propio en el tercer acto de esta historia-sin-demasiada-historia. De visita improvisada en la suntuosa mansión de un marchante de cuadros, Ray repara en lo extraño que es el mundo que le rodea: la música diegética se confunde con la extradiegética (en una pirueta meta muy del estilo de Quentin Dupieux) y la forma y organización de los encuadres parece no responder a ninguna lógica. El lenguaje y la coherencia cinematográficas se desmoronan, a lo mejor porque es la única vía para buscar preocupaciones, a lo mejor porque la destrucción de estos fundamentos puede revelar el absurdo del bienestar. VÍCTOR ESQUIROL
-Destello bravío (España/2021), de Ainhoa Rodríguez. Duración: 98 minutos.
La ópera prima de la directora del cortometraje Muñecas parece en principio un (otro) documental sobre la gris y rutinaria vida en un municipio rural, en este caso Puebla de la Reina, en la provincia de Badajoz, al suroeste de España. Sin embargo, muy pronto Ainhoa Rodríguez se desmarca del simple retrato observacional para apostar cada vez con mayor frecuencia por la ficción. Sus intérpretes (en su mayoría mujeres) no son profesionales, pero en algunos casos hacen gala de una expresividad que envidiarían unos cuantos egresados del Actors Studio.
Entre los personajes de Destello bravío están Carmencita (Cita) Ramírez y María, quienes luchan contra el dolor, la marginación, la soledad, la pérdida de seres queridos y la sensación de que nada bueno ni nuevo puede ocurrirles en esa comunidad manejada por los hombres (el orden patriarcal) y de la que los jóvenes huyen apenas pueden en busca de un futuro mejor.
Pero Destello bravío tampoco es un simple registro sobre esos pueblos que se van despoblando y parecen anclados en el pasado. La directora reivindica la sororidad y va dotando al relato de nuevas capas (incluso lindantes con lo fantástico, lo surreal, en especial en lo que se refiere a la hermosa historia de Álilu) que nos remiten, por ejemplo, al cine de David Lynch. Un sorprendente debut en el largometraje que va de lo individual a lo coral, de lo concreto a lo sensorial, y encuentra luminosidad incluso en los contextos más oscuros. DIEGO BATLLE
-The Edge of Daybreak (Tailandia-Suiza/2021), de Taiki Sakpisit. Duración: 114 minutos.
Una mujer es repentinamente llevada a un refugio, a un lugar supuestamente seguro donde va a tener lugar una cena… una celebración diseñada para acallar un ruido ambiente preocupante. Estamos en Tailandia y el año es 2006. En el interior, ya está dispuesto un banquete que con toda seguridad aturdirá los sentidos de los comensales. Fuera, las voces que claman contra los últimos resultados electorales se han convertido en bramidos, en un clamor alimentado por fuerzas políticas opositoras, por el poder judicial y por un estamento militar que aguarda la señal para entrar en acción. El país del sudeste asiático se halla a las puertas de un momento histórico. Y, aun así, una de las asistentes a la cena está convencida de que lo que está a punto de suceder ya sucedió tiempo atrás. De repente, la memoria la hace retroceder hasta la oscuridad de la década de 1970, concretamente hasta una noche de negrura insondable, rota por los haces de las linternas de unos soldados que buscan incansablemente al enemigo número uno de la nación. Son los tiempos de la paranoia comunista, saldados con la tortura, asesinato y desaparición de cientos de personas acusadas de atentar contra la soberanía del reino.
The Edge of Daybreak, primer largometraje de Taiki Sakpisit, es un viaje por el espacio y el tiempo, aunque, como espectadores, podemos tener la sensación de que, durante las casi dos horas de metraje, se nos niega tanto la capacidad de movimiento como la certeza del transcurso del tiempo. Este no-recorrido está claramente anclado en dos tragedias colectivas separadas por treinta años, pero más allá de los cambios inevitables en la caracterización de ciertos personajes, el director y guionista ofrece muy pocas pistas para poder distinguir un punto del otro. El blanco y negro se impone tanto en los años 70 como a principios del siglo XXI y las pocas líneas de diálogo resuenan una y otra vez, ecos las unas de las otras, como si estuvieran suspendidas en una narración que, para mayor desesperación, no avanza en una dirección concreta. Al contrario, la no-acción de The Edge of Daybreak traza círculos que ahondan en la sensación de cautiverio, en la imposibilidad de salir de un horror que se perpetra de forma cíclica, como ya apuntaba la reflexión histórica de By the Time It Gets Dark, de la tailandesa Anocha Suwichakornpong. Más que repetirse, la Historia se empeña en ser siempre lo mismo: un discurso que se copia a sí mismo, una situación terrible que nunca cambia.
Sakpisit no invoca el recuerdo, sino más bien la presencia inamovible de un Mal tan poderoso que solo puede representarse a través de lo fantástico, como suele ocurrir en la obra de Apichatpong Weerasethakul. En esta jungla tailandesa habitan monstruos: soldados que cumplen órdenes terribles de manera mecánica, pero también bestias gigantescas que lo engullen todo a su paso, y por supuesto, fantasmas que observan silenciosamente a los vivos. En el clímax de The Edge of Daybreak, tal y como anuncia el título, se oscurece la luz solar, y ya no sabemos si es de día o de noche. Del mismo modo, se funde el pasado pretérito con el más reciente, el sueño (o la pesadilla) con la realidad, las víctimas con los verdugos… la ficción cinematográfica con el documental. Ingredientes que se arremolinan en un vórtice que absorbe.
El retrato veraz de unos ancianos cuyas arrugas faciales son el relato (de dolor, de horror… pero también de dignidad) de un pueblo, se combina con el encuentro íntimo entre dos jóvenes unidos por un amor y una ternura que, de manera inesperada, se disuelven con la mirada a cámara de ella mientras él la abraza. Como si la posición de espectador estuviera sujeta a convertirse en un espectro acechante más del país donde la libertad cede una y otra vez ante la tiranía. Sakpisit congela los momentos inmediatamente previos y posteriores a una devastación que evidentemente deja huella. La atrocidad ayuda al espectador a orientarse en el espacio y el tiempo. Sin embargo, la cámara transita lentamente por cuevas, pasillos, túneles… espacios que nos deberían llevar a otros espacios, pero que en realidad nos suspenden en ninguna parte. Estamos en una suerte de limbo construido a partir de recuerdos mal enterrados, de silencios elocuentes, de gente ahogada por la culpabilidad y la necesidad de ser perdonada, de miedos susurrados por temor a ser despertados, de cuentos que lo mismo pueden ayudarnos a conciliar el sueño, como ser la causa de que pasemos otra noche en vela.
Solemne y grandilocuente, pero nunca ajena a la escala humana, The Edge of Daybreak transita entre lo íntimo y lo colectivo, conjura latigazos de belleza escalofriante y flota en melodías minimalistas, cual terapia hipnótica, decidida a ahondar en una serie de traumas que tienen que ser confrontados para que dejen de repetirse, de perseguirnos. De este modo, las elipsis que antes aparecían entre el antes y el después se concretan ahora en una serie de imágenes cuyo calado alegórico nos permite, por fin, mirar de frente al horror, poner palabras a lo inenarrable. VÍCTOR ESQUIROL
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