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Adelanto del libro “Nueva Comedia Americana”, de Ezequiel Boetti (Cine Pop / Paidós)

Anticipamos el capítulo Jim Carrey: La comedia como exorcismo que forma parte de la flamante publicación escrita por uno de los habituales críticos y periodistas de OtrosCines.com, que ya está disponible en las librerías argentinas.

Publicada el 30/03/2018

Sinopsis de Nueva Comedia Americana: La comedia americana de Hollywood en las primeras décadas de este siglo se ha convertido en un campo de cuestionamiento social a partir del absurdo más desatado y nos refleja más de lo que parece. Los nombres de Judd Apatow, los hermanos Farrelly, Paul Feig o Adam McKay detrás de cámaras, o de Amy Schumer, Will Ferrell, Adam Sandler, Kristen Wiig, Ben Stiller, Melissa McCarthy o Seth Rogen son parte de un paisaje generacional que decidió mirar desde la risa el abuso de poder, la corrección política y, con una anarquía calculada, el propio cine. Ezequiel Boetti, crítico y cinéfilo voraz, traza el mapa de un fenómeno que es mucho más amplio y gigantesco de lo que aparece en las pantallas de los multiplex. En este libro hay mujeres desesperadas, actores sin cerebro, periodistas enloquecidos, idiotas con suerte, automovilistas ciegos que pueden ver, siameses separados por el amor, superhéroes sin poderes y muchas otras criaturas fabulosas que hacen de la risa un camino a la iluminación. Y a la alegría, por supuesto.


ÍNDICE DEL LIBRO (170 páginas, precio: 269 pesos):

CAPÍTULO I: Judd Apatow: El tipo que escribe los chistes
CAPÍTULO II: Jim Carrey: La comedia como exorcismo
CAPÍTULO III: Los hermanos Farrelly: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
CAPÍTULO IV: Adam Sandler: La era de la boludez
CAPÍTULO V: Ben Stiller: La bestia pop
CAPÍTULO VI: 11–S: Reír con las botas puestas
CAPÍTULO VII: Frat Pack: Amigos son los amigos
CAPÍTULO VIII: Will Ferrell: El buscapié cómico
CAPÍTULO IX: Supercool: Perder era una fiesta
CAPÍTULO X: Bromance: Estúpido y sensual Paul Rudd
CAPÍTULO XI: Stoner movies: Fumando espero
CAPÍTULO XII: Comedia de mujeres: Las damas en guerra
CAPÍTULO XIII: Funny or Die y el poshumor: La comedia-Youtube


Adelanto del capítulo "Jim Carrey: La comedia como exorcismo", por Ezequiel Boetti

La noticia circuló con la fuerza de un tsunami desde bien entrada la tarde del lunes 11 de agosto de 2014. Robin Williams, protagonista de Buenos días, Vietnam (Good Morning, Vietnam, 1987), La sociedad de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989), Jumanji (1995) y En busca del destino (Good Will Hunting, 1997), entre otros éxitos, había muerto en su casa de California, en lo que se presumía un suicidio por asfixia. La autopsia validó un diagnóstico que sorprendió poco a quienes lo rodeaban: era un secreto a voces que Williams luchaba contra el alcoholismo y una depresión galopante. Así y todo, el mundo del espectáculo quedó triste y extrañado: ¿Cómo era posible que un hombre que durante décadas hizo reír a millones con su histrionismo desaforado y sus monerías públicas haya sido un hombre profundamente solo y angustiado fuera de cámara? Sucede que así como a un diabético le sube o baja el azúcar en la sangre, un depresivo sufre una alteración química en su cerebro que lo convierte en una persona triste.

Poco importa el oficio para una depresión. Los comediantes no sólo no están exentos, sino que, por el contrario, pertenecen al grupo de los que peor la canalizan. De allí que se hable del “Síndrome del payaso triste” y que la historia registre un buen número de manifestaciones públicas sobre luchas contra la enfermedad, entre ellas las de Ben Stiller y Owen Wilson, este último con intento de suicido después de una ruptura amorosa incluido, por citar dos nombres con peso en este libro. Un grupo de científicos de la Universidad de Oxford realizó un estudio entre más de 500 comediantes de Australia, Gran Bretaña y Estados Unidos para comprobar si efectivamente había un vínculo entre risas ajenas y angustias internas. Los investigadores concluyeron que los elementos creativos necesarios para producir humor son similares a aquellos que caracterizan a las personas que sufren esquizofrenia o trastorno bipolar. Según el informe, publicado a principios de 2014, los humoristas toman las situaciones que les preocupan o molestan y bromean con ellas como forma de lidiar con una insatisfacción general. El bienestar del público es la recompensa, un paliativo efímero ante un mundo que, a sus ojos, se descascara día tras día. The Laugh Factory, uno de los clubes de comedia más respetados de Estados Unidos, puso programas de terapia dos veces a la semana para sus miembros. “El 80 por ciento de los cómicos proceden de un lugar de tragedia. No recibieron suficiente amor. Tienen que sobreponerse a sus problemas haciendo reír a la gente”, afirmó el propietario del local, Jamie Masada, al portal Slate.

El tema estuvo instalado en la agenda mediática durante varios días. Era lógico: con Williams se iba una porción importante del cine familiar de los ’90. Ay, qué tiempos los ’90… aquellos fueron años de películas de presupuesto medio, sin grandes valores de producción ni efectos especiales, con historias simples, directas, que empezaban después del logo del estudio y culminaban antes de los créditos finales. Nada de universos expandidos ni esas cosas, y así y todo funcionaban muy bien a nivel público: la segunda película más vista en Estados Unidos en 1993 fue Papá por siempre [Mrs. Doubtfire], en la que Williams era un padre recientemente divorciado que se hacía pasar por una anciana británica para cuidar a sus hijos adolescentes. Su muerte obligó a recordar qué veíamos en esos años, y entre los vapores del olvido rescataron a otro comediante víctima del cóctel “cine familiar + éxito + caída + depresión”. Uno con una carrera muy parecida a la marcha de un meteorito rumbo al sol. Otro payaso triste.

Jim Carrey es un actor fundamental de los últimos treinta años, uno de los responsables más grandes del corrimiento de los límites de lo escatológico y lo políticamente correcto dentro del mainstream. Pero su valor hoy es arqueológico: así como a través de un hueso de dinosaurio conocemos cómo era el mundo hace millones de años, con sus películas más exitosas tendremos una idea bastante concreta de qué cosas veían los padres con sus hijos en el cine durante los ’90. Figura hoy marginal dentro de la industria, su ocaso cierra un círculo de dolor abierto durante la infancia en su Canadá natal. De aquellas épocas tiene el recuerdo patente, vivencial, de su abuelo acorralando al papá y tratándolo de inútil, de fracasado. Carrey acumuló escenas hasta que una noche, a los nueve años, solo, en silencio, se paró frente al espejo y vio una imagen que no era la suya. “Maldito seas, Percy; no sirves para nada, Percy; sos un perdedor, Percy, pero un perdedor de lo mejor”, (se) repitió una, dos, cinco, cien veces. Actuaciones íntimas, personales, que expiaban el dolor y la culpa, que partían de un sufrimiento inextinguible, siempre patente. Años después, todos conoceríamos la historia sin saberlo: el anciano del segmento “El show del hogar disfuncional” del programa In Living Color tiene los mismos gestos, el mismo cinismo, la misma maldad que el “Abuelo Jack”.

Para muchos comediantes el pasado es la basura alrededor de la que surge la perla. Reírse de la desgracia propia, travestir sufrimiento con chistes: la comedia como exorcismo. Carrey abandonó la escuela a los 15 años sin saber hacer prácticamente nada, salvo exponerse. Era el único requisito para entrar al Yuk Yuk’s Club, una de las mecas del humor alternativo de Toronto. Acá las cosas tampoco fueron fáciles y pagó derecho de piso con un primer monólogo terminado antes de tiempo por los abucheos y las latas vacías que volaban hacia el escenario. Tenía que pulir un estilo, destacarse por sobre la media, y empezó a imitar. Probó con Gandhi y funcionó. Después con James Stewart. Más risas. Dos años después hizo las valijas rumbo a California, donde incursionó en la música componiendo algunas canciones con su compañero de departamento. Lentamente empezó a obtener algunos papeles secundarios alejados de la esfera cómica pero en proyectos que le daban visibilidad –como por ejemplo en Peggy Sue, su pasado la espera [Peggy Sue Got Married, 1986] de Francis Ford Coppola– y algo de dinero para sobrevivir mientras pateaba el circuito stand-up y sus apariciones en El show de David Letterman se volvían habituales. El payaso empezaba a obtener su recompensa.

Su gran oportunidad llegó de la mano de la serie In Living Color. Entre 1990 y 1994 hizo gala de una elasticidad privilegiada: si en la cara hay cuarenta músculos, él movía cuarenta y uno. Esa capacidad de torsión le dio una virtud caricaturesca que supo explotar mediante una lógica de comportamiento anárquico digno de la mejor escuela del dibujo animado. Una tarde de 1993, recorriendo el centro de Los Ángeles vio un cartel de lectura de manos y, sin saber muy bien por qué, entró. La mujer recorrió los trazos de las palmas, escrutó los ojos dolidos, olió la basura de la infancia, y le dijo que se preparara para cosas grandes. Cosas que lo pondrían en un lugar del que sería muy difícil salir, le advirtió. Imposible saber si fue por conveniencia o porque efectivamente lo supo, pero al año siguiente Carrey protagonizó La máscara [The Mask, 1994], Tonto y retonto [Dumb and Dumber, 1994] y Ace Ventura, detective de mascotas [Ace Ventura, 1994]. Las tres películas estuvieron entre las 20 más vistas de los Estados Unidos en 1994. En todas mostró un humor hecho para, por y desde el placer de lo desaforado y el exceso que hacía años no se veía en el cine norteamericano. Su rostro capaz de deformarse hasta niveles casi inhumanos se imprimía en cientos de hojas en diarios y revistas. La foto de tapa de la edición norteamericana de la Rolling Stone de julio de 1995 es casi una declaración de principios: Carrey de perfil a la cámara haciendo morisquetas y un perro arrancándole unos calzones bajo los que empieza a descubrirse el principio de dos nalgas blancas. El físico en exposición total. El mago develando qué hay adentro de la galera.




No hay muchos secretos en esas películas. Con un único centro gravitacional en la plasticidad y el humor físico, el triplete le valió a Carrey un mote de “insoportable” dentro del periodismo que nunca pudo superar. Tampoco su comparación con Jerry Lewis. Para muchos siempre fue un imitador de baja estofa, el pobre tipo que explotó en La máscara, empalagó a todos en Tonto y retonto y terminó de cavarse su propia fosa con Ace Ventura mientras se convertía en el primer actor en cobrar veinte millones de dólares, todo en apenas un par de años. Pocos pasaron del anonimato al estrellato en un lapso tan breve. Y pocos descubrieron los problemas de subir tan alto y tan rápido una industria que, como la de Hollywood, difícilmente ofrezca un colchón para amortiguar las caídas.

En 1995 fue el Acertijo en la que es considerada una de las peores películas de Batman, Batman eternamente [Batman Forever, 1995]. Su trabajo es histrionismo gratuito, un compendio de mohines vaciados de una finalidad humorística sólida aunque con una dosis de oscuridad que empezaba a mostrar el reverso trágico que explotaría un año más tarde en El insoportable [The Cable Guy, 1996]. Es cuanto menos paradójico que una de sus mejores películas sea, a su vez, uno de los máximos fracasos de crítica y taquilla de su carrera. Dirigida por Ben Stiller, producida por Judd Apatow y con Jack Black y Owen Wilson en pequeños papeles, El insoportable muestra a un instalador de televisión por cable al que, justamente, se le pelan los cables. Una premisa que tranquilamente podría haber sido el puntapié para otro unipersonal. Pero el resultado es totalmente distinto, una historia oscurísima sobre un hombre solitario, casi invisible para el mundo, que sólo busca un amigo. Un hombre tan vulnerable como Carrey.

El insoportable es la primera película de Ben Stiller con una mirada propia después de la impersonal (y muy convencional) Generación X [Reality Bites, 1994]. La capacidad de Stiller para releer ácida y ferozmente los usos y costumbres de la cultura audiovisual encontró un canal perfecto en la historia de este instalador que creció consumiendo horas y horas de una televisión cuyos productos oscilan entre lo morboso, el amarillismo o la lisa y llana idealización. Lo de Carrey es extraordinario porque va de la violencia psicológica extrema, casi patológica, a la fragilidad más profunda en una sola escena. Hay algo muy personal en lo que se está contando, como si se hubiera fundido con su personaje para exorcizar los demonios internos que lo acompañaban desde Canadá. “Quería que fuera incluso más sombría, más inquietante. Mi trabajo es ir demasiado lejos”, dijo en ese momento. Tan lejos fue, que mordió la mano que le daba de comer. Esa búsqueda iba a contramano del perfil familiar que había construido con La máscara y Ace ventura. Los mismos chicos que lo festejaban difícilmente quisieran verlo convertido en la encarnación perfecta de lo siniestro.

Carrey pagó caro su intento de probar que podía hacer algo distinto, y cuando quiso volver ya era demasiado tarde. Para colmo terminó siendo víctima de esa regla no escrita de Hollywood que dice que para ser un “actor en serio” hay que hacer dramas, como si el talento se midiera en capacidad de arrancar lágrimas. Entre fines de los ’90 y principios de los 2000 participó en algunas “películas importantes” con la idea de aumentar su valía actoral con miras a un Oscar que nunca llegó. Hay buenas películas en este periodo –The Truman Show: Historia de una vida [The Truman Show, 1998]– pero en ninguna se movió con más soltura y firmeza que en las comedias. En Irene, yo y mi otro yo [Me, Myself & Irene, 2000] segunda colaboración con los hermanos Farrelly después de Tonto y retonto, interpreta a un policía bipolar con personalidades opuestas. Carrey es ángel y demonio a la vez, demostrando nuevamente que su máximo talento es el control perfecto de un cuerpo de plástico.

Comedias familiares (Todopoderoso [Bruce Almighty, 2003], Lemony Snicket, una serie de eventos desafortunados [Lemony Snicket’s A Series of Unfortunate Events, 2004], ¡Sí, señor! [Yes Man, 2008]), algunos dramas de época (El Majestic [The Majestic, 2001]), thrillers fácilmente olvidables (Número 23: La revelación [The Number 23, 2007]), muestras de fragilidad en películas indies (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos [Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004])… la carrera de Carrey buscó nuevos horizontes, pero poco a poco su estrella dejó de brillar. Ninguna de sus películas desde Los fantasmas de Scrooge [A Christmas Carol, 2009] superó los 100 millones de dólares en la taquilla norteamericana, cifra que había sobrepasado más de diez veces antes.

Su última gran comedia es El increíble Burt Wonderstone [The Incredible Burt Wonderstone, 2013], en la que se lo ve más calmo y reposado, con una gestualidad extrema aunque controlada, al servicio de la película y no al revés. El suicidio de su ex novia, la maquilladora Cathriona White, por una sobredosis en 2015, el posterior juicio por negligencia y la publicación de algunas cartas en las que ella lo cataloga como “monstruo” terminaron de confinarlo a un autoexilio, hasta que a mediados de 2017 reapareció en el programa nocturno estadounidense de entrevistas Jimmy Kimmel Live! para promocionar la serie I´m Dying Up Here, que lo tiene como productor. Después de una larga ovación, el conductor le preguntó cómo iba su vida. Carrey respondió: “La vida es preciosa, especialmente cuando estoy ausente de ella. No me entiendas mal, Jim Carrey es un gran personaje y soy afortunado por haber conseguido el papel, pero ya no me veo reflejado en él”. El payaso, finalmente, se sacó el traje. Ahora la tristeza viste de civil.


COMENTARIOS

  • 16/07/2018 23:28

    excelente nota...me gustaria conseguir el libro... aca en Tandil no lo vi. Creo que Carrey fue una victima mas de hollywood...me hace acordar mucho al capitulo de los simpsons..(serie clave para todo) donde Bart pasa a ser famoso por el niño "yo no fui"..cuando se aburre e intenta hacer algo diferente el publico la da la espalda...y al volver a decir y hacer lo mismo ya cansa...

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