Festivales

Guía de la sección Trayectorias (17 críticas) - #BAFICI

Por Diego Batlle, Diego Lerer, Josefina Sartora, María Fernanda Mugica, Gonzalo de Pedro, Roger Koza, Manu Yáñez, Fernando Bernal, Endika Rey, Víctor Esquirol y Gerard Casau
-Iniciamos la previa de esta 20ª edición de la muestra porteña con esta primera guía que recorre varias películas que estuvieron entre las más comentadas en el circuito de festivales durante los últimos meses.
-Aunque algo más austera que en ediciones anteriores (16 largometrajes y 8 cortos), esta selección ofrece un panorama de los más recientes trabajos de cineastas consagrados como Abel Ferrara, Sebastián Lelio, Hong Sang-soo, Bruno Dumont, Michael Haneke, Nobuhiro Suwa, Lav Diaz, Denis Côté, Ruth Beckermann y Sergei Loznitsa, entre varios otros.

Publicada el 21/03/2018


-Victory Day (Alemania, 94'), de Sergei Loznitsa

Observador silente pero elocuente, Loznitsa sigue preguntándose por el sentido que le damos, como sociedad, a nuestro patrimonio histórico y cultural. Retomó así las tesis expuestas en su último documental hasta la fecha: Austerlitz. Si allí recurría al blanco y negro para dejar constancia de la banalización del horror del pasado –en aquel caso, a través de un antiguo campo de concentración nazi reconvertido en atracción turística–, aquí abraza todo el espectro cromático para retratar los actos conmemorativos de una efeméride con 72 años de edad: la victoria del Ejército Rojo sobre el Tercer Reich. Triunfo pretérito y promesa de futuro a la vez.

Loznitsa planta la cámara en el Treptower Park de Berlín, monumento soviético gigantesco; especie de mausoleo que, eso sí, cada 9 de mayo rebosa vida. La película retrata un final de peregrinación mediante una serie de postales conjugadas por el montaje de sonido y por la congregación de una marea humana: hordas de gente venida desde todos los rincones de la zona de influencia de la antigua URSS. La ausencia de títulos explicativos, voz en off o entrevistas, no priva al cineasta ucraniano de expresar sus opiniones respecto a una festividad y un sitio cargados de simbología.

La historia obviamente trae cola y, hasta hoy, despierta lecturas contradictorias, una muestra del modo en que evoluciona nuestra consciencia colectiva y, al mismo tiempo, nos aferramos a imágenes idealizadas. Da la sensación de que Loznitsa pone distancia (crítica, satírica) con el objeto de estudio, yendo a buscar escenas pintorescas (de por sí cómicas), negándose a cambiar de punto de vista por mucho que en algunos momentos el cuadro quede absurdamente perturbado por elementos intrusivos (un visitante repara en la presencia de la cámara y se acerca lleno de curiosidad, devolviendo la mirada al espectador). Al mismo tiempo, el cineasta no puede evitar embriagarse del ambiente festivo del entorno: en un momento determinado, renuncia a su observación estática para danzar, con la mirada, al ritmo de Katyusha, esa canción folk convertida ahora en himno pop.

La vieja gloria militar es el motor principal de esta celebración, pero también lo es el hermanamiento de pueblos y generaciones bajo el recuerdo de un pasado que ahora parece mejor. Cosas de la nostalgia, y de un presente que, para ser justos, no invita demasiado al optimismo. Loznitsa combina constantemente imágenes de la iconografía bélica, omnipresente en Treptower Park, con las emociones humanas que se pasean por ella mientras tratan de darle sentido. El ayer y el hoy transmiten sensaciones distintas, pero comparten campo y, en última instancia, un orgullo herido. El de la victoria que con el tiempo se convirtió en derrota. VÍCTOR ESQUIROL 





-Alive in France (Francia, 79’), de Abel Ferrara

Fragmentaria, llena de desajustes y egocéntrica, la nueva película de Ferrara deja constancia de la breve gira que realizó por escenarios de Francia en otoño de 2016, interpretando la música que aparece en su filmografía. Una obra, pues, de alcance limitado y rayana en lo indulgente, que se torna cuasi emocionante para quienes seguimos y apreciamos la trayectoria del neoyorquino.

En un momento de la película, Ferrara se encarga de explicar que, de contar con presupuesto suficiente, probablemente se limitaría a llenar sus bandas sonoras con temas de los Rolling Stones. Pero como sus producciones suelen ir justas de posibles, le sale más a cuenta juntarse con amigos y componer ellos mismos las canciones que luego se integrarán en el relato. Una lógica de austeridad y optimización del talento no muy distinta a la que puede aplicar John Carpenter, si bien en el caso de Ferrara los resultados no cuajan en sonidos particularmente memorables y capaces de sobrevivir fuera del contexto para el que fueron creados, convirtiendo la teórica columna vertebral de Alive in France en una colección de ejercicios rockistas más bien discretos, cuya valía solo es evidente para quienes los idearon y ejecutaron.

Esto explica por qué el carisma del film no se encuentra tanto en el plano sonoro como en los encuentros que produce sobre el escenario, reuniendo al cineasta con algunos de sus colaboradores habituales, como Joe Delia –con quien había tarifado años atrás– y Paul Hipp (el rapero Schooly D también debía acudir a la cita, pero problemas con su visado acabaron reteniéndolo en Estados Unidos). Así, el director de Un maldito policía tiene la ocasión de filmar a las personas que le son cercanas y a las que quiere y admira: no debe extrañarnos que, a la hora de registrar las actuaciones, los encuadres tiendan a un contrapicado que magnifica la presencia de los músicos.

No solo Delia y Hipp aparecen en las imágenes. La actriz Cristina Chiriac, pareja de Ferrara, se incorpora al grupo como corista y bailarina sensual, mientras que la hija que tienen ambos, Anna, se integra también en la función, deparándonos la hasta ahora insólita estampa de Ferrara con un bebé en brazos. Y, por supuesto, el propio director se convierte en una presencia omnipresente, cuyo deambular errático pero enérgico marca el carácter de una película que no conoce el reposo y que se niega a detenerse mucho tiempo en cada una de sus vertientes, ya sean las reflexiones del autor sobre su oficio, los preparativos de los conciertos, o el gozo de estas reuniones públicas entre amigos.

Posiblemente, la única conclusión que permite extraer Alive in France es que todo lo que toca Abel Ferrara queda inmediatamente inoculado por un agente que atrae el caos, asimilando con naturalidad accidentes (¿acaso plantados ahí por el propio el director?) como la de la groupie hostil que persigue al grupo por el backstage, o la fan que decide abuchear el minuto de gloria de Paul Hipp en Midnight for You, un calco springsteeniano compuesto para China Girl. GERARD CASAU



-A Man of Integrity (Irán, 117'), de Mohammad Rasoulof

El cineasta iraní sigue incomodando al poder de su país, pues este cuento moral en el que la corrupción es vista como una red de pequeños actos mafiosos que van lacerando la integridad del protagonista y su familia, quienes viven en una aldea del norte de Irán, es una representación microscópica de la política iraní. La gran fuerza del film de Rasoulof (ganador de la sección Un Certain Regard de Cannes 2017) reside en la magnífica labor que lleva a cabo sobre el sonido y en la extraordinaria interpretación de Soudabeh Beizaee en un personaje que transmite una valentía política admirable, a contramano de la habitual sumisión femenina. ROGER KOZA





-Disobedience (Estados Unidos-Reino Unido, 114'), de Sebastián Lelio

Hay un romance prohibido entre dos mujeres en el centro de la trama de Disobedience, pero no es el amor, ni el sexo, el tema central de la película. La libertad para elegir qué hacer con la propia vida es el punto fuerte del debut en inglés del director chileno Sebastián Lelio (La sagrada familia, Navidad, El año del tigre, Gloria y la recientemene oscarizada Una mujer fantástica) con la transposición de la novela de Rebecca Lenkiewicz.

Las mujeres que se aman desde la adolescencia son Ronit (Rachel Weisz) y Esti (Rachel McAdams). El regreso de Ronit a la comunidad judía ortodoxa de Londres en la que ambas se criaron reaviva ese romance que tuvo efectos distintos en cada una. Ronit, hija de un rabino admirado por todos, que acaba de morir, eligió mudarse a Nueva York, cambiarse de nombre, convertirse en fotógrafa, no casarse y no tener hijos. O sea, eligió una vida totalmente alejada de lo mandatos de la religión y de su propio padre. En cambio, Esti se quedó y se casó con Dovid (Alessandro Nivola), amigo de ambas de la infancia y discípulo del rabino.

Nada es de resolución fácil en Disobedience. Ronit intenta reconciliarse con su pasado y con una parte de su identidad, su origen, al que no sólo ella rechazó sino que también la rechaza a ella por haber tomado otro camino. Esti lucha con su deseo y no sabe cómo dejar de conformarse y vivir una vida plena.

Uno de los mayores logros de la película, que tiene una acertada puesta en escena y excelentes interpretaciones, es la forma en la que muestra el precio de la libertad personal, pero también subraya el valor infinito que esta tiene. La desobediencia del título no se refiere sólo a la afrenta que el amor de estas mujeres significa para sus creencias religiosas sino también a una mucho peor: la de ignorar los propio anhelos. MARÍA FERNANDA MUGICA



-Escoréu, 24 d'avientu de 1937. Crónica d’una exhumación (España, 68’), de Ramón Lluís Bande

Hasta el momento, el proyecto histórico-fílmico de Ramón Lluís Bande había circulado por dos corrientes paralelas. Por un lado, una observación silente y distanciada del paisaje asturiano, de la que emergía con furia soterrada la memoria de las heridas (no cicatrizadas) de la Guerra Civil y sus larguísimos estertores. Por otro lado, hace unos años, Bande había iniciado una exploración de los testimonios orales que apuntaba a la construcción del “documento urgente de un acto político radical”, en palabras del propio autor. Paisaje y palabra como los dos ejes centrales de una infatigable búsqueda de respuestas contra el olvido. Dos poderosas armas que confluyen en el nuevo film de Bande, Escoréu (Pravia), 24 d’avientu de 1937. Crónica d’una exhumación, que da cuenta del proceso de búsqueda y exhumación del cuerpo de un hombre asesinado durante la guerra. En esta obra cargada de rigor y compromiso político, encontramos todo el pudor de una cámara que observa desde la distancia pero que no puede contener la emotividad que emana de un punzante gesto de justicia (demasiado tardía). Una cámara que, al mismo tiempo, recoge los testimonios de aquellos que vivieron el crimen de cerca, enriqueciendo así el retrato socio-histórico que ofrece el film. MANU YÁÑEZ





-Grass (Corea del Sur, 66'), de Hong Sang-soo

Llegará un momento en el que escribir críticas de las películas de Hong Sang-soo se vuelva innecesario, irrelevante. Quizás, este sea ese momento. Es que hay algo en su cine que no solo es indescriptible en palabras sino que sus films no parecen necesitar ningún tipo de aporte o agregado por escrito. Es como explicar una sensación, una forma de vida, variaciones sobre un tema. Es cierto que tiene películas que son mejores que otras, pero todas responden a un universo que está tan claramente construido que cada vez que uno vuelve a él es como retomar una conversación interrumpida o volver a la casa de un viejo amigo.

Grass, de apenas 66 minutos, es un Hong concentrado, destilado. De hecho, podría titularsee “Soju en una noche de otoño” y la película se explicaría sola. Uno podria imaginar que el film consiste en pequeñas microhistorias sobrantes que Hong juntó en una sola pelicula y las conectó entre sí, un poco a la manera de The Beatles en el Lado B de Abbey Road. No sé si fue o no así, pero es una manera de entender la propuesta.

La película transcurre casi en su totalidad en un café y está marcada por una serie de conversaciones, primero de a pares y luego de algún grupo más grande. En lo que podría ser una puesta casi teatral, Hong enmarca esas conversaciones a partir de un personaje, encarnado por su musa y actual mujer Kim Min-hee. Ella es una escritora que, sentada en una mesa de ese café, escucha conversaciones ajenas y escribe.

La primera es entre un hombre y una mujer jóvenes. Ella le dice a él que se irá a Europa, que está bebiendo mucho y, a los gritos, lo acusa de ser el responsable del suicidio de una novia de él y amiga de ella. La siguiente la juegan dos personas un tanto mayores de edad que los anteriores: él es un actor que está sin dinero y quiere vivir en la casa de su amiga, pero ella le pone excusas ya que no lo quiere allí. Y luego un cineasta se pone a hablar con una escritora a la que quiere convencer, sin mucha suerte, para que lo ayude a escribir un guión yéndose un mes con él a un lugar alejado. Y también hay otra charla con una similar acusación: un hombre culpa a una mujer del suicidio de un profesor.

Kim Min-hee (cuyo personaje se llama Aerum, como el de El día después) escucha y escribe lo que vemos, mientras lo comenta en la voz en off que conduce el film de charla a charla. No queda claro si está husmeando las conversaciones o si lo que vemos lo está inventando, incluso cuando el cineasta se acerca a ella para también pedirle que lo ayude con su guión. Lo cierto es que pasan las horas y en el café –en el que curiosamente suena a todo volumen música en su mayoría clásica– empiezan a meter botellas de soju discretamente y los grupos, a cruzarse en las conversaciones, en las mesas o fumando en el patio.

Pero, acaso, lo más curioso de Grass es que en vez de que las situaciones derrapen hacia zonas enrarecidas, el film utiliza su un tanto alcoholizada segunda parte como un espacio de conexión. El soju, más que sacar miserias y egoísmos, se transforma en una suerte de elixir de la amistad. Y ese bar, en el que no se puede legalmente servir alcohol, es el lugar en el que a través de un diálogo, un cigarrillo, una disculpa, un llanto, un arrepentimiento o una confesión, el mundo puede ser un lugar mejor. El bar, el soju y los amigos como un refugio –al menos momentáneo; al otro día todo puede complicarse de nuevo– contra todos los males de este mundo. DIEGO LERER





-Jeannette: La infancia de Juana de Arco (Francia, 105'), de Bruno Dumont

Qué bien le sienta esta nueva etapa a Bruno Dumont. Me gustan sus primeros films (áridos, austeros, flagelados), pero mucho más la actual, en la que aflora el humor, el desparpajo, la audacia, la experimentación y la creatividad sin límites. En este sentido, los hallazgos de Jeanette: L'enfance de Jeanne d'Arc se ubican por encima de la anterior Ma Loute y apenas por debajo de los de esa genial miniserie que fue P’tit Quinquin. ¿De qué se trata? De un musical punk ambientado en 1425 con la infancia (y luego la preadolescencia) de Juana De Arco, antes de que se convirtiera en heroína, santa y libertadora frente a los invasores británicos.

La cosa sería más o menos así: como una película de Albert Serra pero con niños y monjas mellizas cantando y moviendo las cabelleras cual músico headbanger sobre el escenario. Dumont pasa del minimalismo más absoluto (casi todo está filmado en exteriores y con luz natural) a las situaciones con música estridente (hay pop, hip hop, folk, electrónica, rock industrial y heavy metal) gentileza de Gautier Serre (a.k.a. Igorrr) y coreografías de Philippe Decouflé.

Lo fascinante del film de Dumont es que hay pocos gags (el único comic relief es el tío rapero que aparece sobre el final), nadie canta ni baila demasiado bien y, así y todo, el relato funciona de forma integral. Fue difícil seguir las letras de los temas (si bien estaban subtitulados al inglés), pero todo lo que se escucha es bastante fiel a los textos del libro El misterio de la caridad de Juana de Arco, del poeta francés Charles Peguy.

Es probable que una propuesta de estas características y connotaciones irrite a más de uno, pero no creo que sea una película satírica ni blasfema. Dumont sigue apostando a los géneros en sus vertientes más deformes con un sello personal, una libertad, un desparpajo y un espíritu lúdico que se agradecen en el adocenado y previsible panorama del cine contemporáneo. DIEGO BATLLE



-L'equilibrio (Italia, 83'), de Vincenzo Marra.

Una trama clásica, casi de policial o western, es utilizada por Marra (Tornando a casa, Vento di terra) para esta película protagonizada por no actores que cuenta los problemas en los que se mete un cura que decide ir a una parroquía en la zona de Nápoles (escapando las “tentaciones” de su puesto romano) y allí intenta combatir a las mafias que controlan todo lo que sucede en el lugar.

El hombre reemplaza allí a otro párroco que ha logrado –un poco a la manera del Papa Francisco– controlar la situación con una suerte de doble discurso: criticando a esas mafias en sus homilías pero cediendo a sus exigencias en la vida real. El recién llegado, que no es tan joven, parece excesivamente inocente, como si no supiera que tocar a “los muchachos” le traerá serios problemas. Pero de todos modos lo hace, enfrentándolos tanto en asuntos menores y detalles como en asuntos más serios como abusos de menores.

Marra decide poner el eje ahí dejando de lado otros problemas graves (el narcotráfico, las basuras tóxicas que rodean el lugar) y se enfoca en un caso preciso de abuso, que el padre quiere resolver de forma quijotesca cuando todos le dicen que ahí no se meta. La película jamás se aparta de lo previsible y correcto en cuanto a lo formal y a lo “progresista” de su propuesta, pero cuesta creer lo que sucede en lo que respecta al guión (y algunas de sus actuaciones) y no se acerca demasiado al resto de los personajes involucrados. Es de una inocencia que abruma. DIEGO LERER





-Happy End (Francia-Austria-Alemania, 107'), de Michael Haneke

No son tiempos de optimismo ni celebración en Europa y el cine de Michael Haneke, que nunca se caracterizó por su complacencia, ha retratado desde siempre la sensación de miedo, angustia y resentimiento de una burguesía dominada por un lado por la culpa y la corrección política, pero también por su paranoia y su creciente xenofobia. En este contexto, Happy End resulta la película más amarga y desesperanzada de toda su filmografía, lo que ya es mucho decir. También una de las más obvias y subrayadas.

Sin ser técnicamente una secuela de Amour, hay en Happy End muchas conexiones explícitas con esa película que le valió a Haneke en 2012 su segunda Palma de Oro (la otra había sido por La cinta blanca en 2009). No sólo por las presencias de Jean-Louis Trintignant e Isabelle Huppert como padre e hija sino por varios elementos y referencias que unen a ambos films y que hasta responden en pantalla a ciertos cuestionamientos que el director austro-alemán recibió por su anterior trabajo. Alguien bromeó aquí con que Haneke está construyendo un universo como el de Marvel y, aunque sus personajes no son precisamente superhéroes, algo de eso hay.

Ambientada en parte en la zona de Calais (punto neurálgico del conflicto de la inmigración, que sobrevuela todo el tiempo la trama), Happy End tiene como protagonista a la familia Laurent, que maneja una compañía constructora creada por el ya anciano patriarca Georges (Trintignant) y ahora liderada por su hija Anne (Huppert) y su nieto Pierre (Franz Rogowski). Al grupo -decididamente disfuncional- se suman el hermano de Anne, Thomas (Mathieu Kassovitz), y su hija de 13 años Eve (Fantine Harduin), que tendrá un papel fundamental en el desarrollo de los acontecimientos.

La película habla de la sensación de insatisfacción generalizada, de las humillaciones cruzadas, de las diferencias generacionales, del suicidio (real y metafórico) y tiene como aspectos centrales -un poco como en Caché/Escondido- el tema de la mirada, del punto de vista, así como la fascinación, el anonimato y la impunidad de las redes sociales (es también como una reformulación, 25 años después, de Benny's Video a partir de los cambios tecnológicos). En este caso, hasta bien avanzado el film no se sabe bien quién participa en los chats ni graba los videos que se ven pantalla. DIEGO BATLLE





-Season of the Devil (Filipinas, 234'), de Lav Diaz

El realizador de La mujer que se fue y From What Is Before vuelve a entregar un inmenso film –de casi cuatro horas de duración- sobre la historia de Filipinas. Inmenso por la relevancia del tema, de su tratamiento, y por los recursos empleados. 

Durante la dictadura de Ferdinand Marcos, en 1979, cuando los militares poseen todo el poder y cometen toda suerte de abusos, se han entregado armas a los civiles con el propósito de “combatir el comunismo”. Época de anarquía, que de alguna manera puede relacionarse con la actual. El foco de la historia sigue las arbitrariedades de una milicia paramilitar en un pueblo de la selva, y del otro lado se le contraponen un poeta que ha perdido toda ilusión -suerte de figura arquetípica de su cine- y una médica que trata infructuosamente de ayudar al prójimo. Los acompaña una bruja o chamana que ha perdido esposo e hijo, una de tantas mujeres que habitan esas zonas castigadas por el hombre, donde los rebeldes están desaparecidos.

Diaz relata esta historia de abusos, extorsión y represión en pocos planos fijos, mientras los diálogos son cantados. Sí, a modo de ópera a capella, todos los personajes se comunican a puro canto. Del lado de los milicianos, con euforia, activos, amenazantes; del lado de las víctimas, más estáticas, abatidas, aplastadas por el poder. Los actores no son cantantes líricos, pero sus arias, dúos y recitativos se elevan desde la miseria con una naturalidad que capta al espectador. Se percibe cierta perversión en el recurso, sobre todo cuando las melodías que cantan los represores son muy pegadizas (con su estribillo La-la-la / la-la-la-haaa). No es el único elemento no realista: Narciso, el líder de los represores, tiene dos caras, cual Jano bifronte, una de ellas bastante parecida a la de Marcos. 

Lav Diaz vuelve sobre un período negro, esta vez de manera directa, literal, sin recurrir  (casi) a simbologías o alegorías.  Ver La temporada del diablo es una experiencia durísima, que remite a nuestra propia historia. Contiene en sí misma muchos recursos que el director ya ha utilizado en películas anteriores. Basada en personajes y hechos reales, cuenta también con elementos mitológicos, que los paramilitares identifican con los rebeldes. 

Tal vez caiga en lo evidente al decir que la divertida perversión de los represores me recordó a The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer, sobre otros personeros del mal. Filmados en blanco y negro, como suele hacer Diaz, los planos generales fijos poseen una profundidad de campo en donde la acción se desarrolla sin atenuantes. Resultan tan duras como bellas las escenas en interiores -algunas con imágenes de torturas- que el fotógrafo Larry Manda filma con una sola fuente de luz y casi en tinieblas. Una experiencia fuerte, larga y fascinante. JOSEFINA SARTORA 





-Ta peau si lisse (Canadá-Suiza, 85'), de Denis Côté

Ta Peau si lisse es un documental (con varios momentos que coquetean con la ficción) sobre seis físicoculturistas de distintas edades que viven en la zona de Montreal, pero con un objetivo en común: conseguir un cuerpo perfecto.

Sin testimonios a cámara ni comentarios del realizador, con apenas unos pocos diálogos casuales, vemos cómo esos auténticos gladiadores modernos, esos gigantes gentiles que son Jean-François, Ronald, Alexis, Cédric, Benoît y Maxim trabajan cada centímetro, cada músculo en esforzados entrenamientos, siguiendo una rigurosa dieta y tomando unas cuantas pastillas diarias.

Uno de ellos es luchador, otro ya está demasiado viejo para las competencias y se ha reciclado como entrenador, otro es también una suerte de gurú espiritual con masajes y trabajos energéticos... Finalmente, los seis parten juntos a una suerte de bucólico y entrañable campamento en la naturaleza salvaje y el director de películas como Curling (estrenada en Locarno 2010) y Vic + Flo ont vu un ours consigue que cada toma que elige logre fascinar al espectador. Como era de esperar en manos de este siempre sorprendente cineasta, Ta Peau si lisse no es para nada lo que podía esperarse sobre un tema como este. Côté lo hizo de nuevo. DIEGO BATLLE



-Jimmie (Suecia, 88'), de Jesper Ganslandt.

Esta curiosa película sueca propone una inversión tanto visual como política del tema de los refugiados. El realizador imagina una situación hipotética en la cual son los suecos –por motivos que el film nunca explicita– los que tienen que huir de una situación política complicada en su país y escaparse con rumbo al Este, para lo que parece ser primero Alemania y luego la región de los Balcanes, aunque nunca queda del todo claro tampoco. El protagonista es un niño de 4 años en dos etapas de su fuga: una en la que es acompañado por su padre y otra en la que se queda sin él y debe ir junto a otra familia.

Ganslandt filma al niño (su hijo en la vida real) y narra visualmente su historia de una forma, si se quiere, malickiana, intentando transmitir la sensación del escape desesperado desde la confusión tanto del niño como del espectador, que no saben bien qué está pasando. Una voz en off poética y un desdoble narrativo algo fastidioso (la película va y viene en el tiempo permanentemente) la tornan un tanto pomposa y en extremo complicada de seguir, pero lo que sí se logra evocar es esa angustia de lanchas, refugios, policías, racismo y varios etcéteras propios de las vidas en movimiento de los refugiados.

Otro debate tiene que ver con la inversión de términos: ¿Tiene sentido mostrar refugiados rubios y blancos para que un espectador pueda identificarse con su sufrimiento o es una decisión absurda y políticamente abyecta? ¿Funciona la jugada de modificar el “cliché” de lo que es, hacia dónde va y cómo luce un refugiado o es una irresponsabilidad, lo mismo que imaginar que los países supuestamente poderosos estarían a merced de los más pobres? Cada espectador tendrá su decisión. Yo tengo la impresión de que, si bien es una decisión jugada y un poco tomada de los pelos, si uno observa la actualidad de países como Gran Bretaña y hasta los Estados Unidos, quizás no sea tan absurda como parece. DIEGO LERER




-The Waldheim Waltz (Austria, 93'), de Ruth Beckermann

El extenso e inabarcable palmarés de la Berlinale, lleno de premios oficiales, paralelos y laterales, ha podido esconder para algunos el premio al mejor documental, que recayó en la nueva película de la cineasta austriaca Ruth Beckermann, The Waldheim Waltz (Waldheims Walzer), un monumental trabajo de archivo que, bajo su apariencia de documental tradicional, se revela como una auténtica bomba de relojería en torno a la memoria, la política, la mentira y la democracia, demostrando de paso, para aquellos que dudan de las formas documentales más enraizadas en la tradición, que películas así pueden estar en la primera línea de combate. A partir de una vieja cinta VHS grabada por ella misma en 1986, olvidada durante años, y cuyo material original perdió hace mucho, The Waldheim Waltz reconstruye la historia de Kurt Waldheim, Secretario General de Naciones Unidas durante diez años, que a lo largo de toda su vida ocultó y maquilló su implicación, si no física desde luego moral, en los crímenes nazis cometidos en la Segunda Guerra Mundial, especialmente en la deportación de miles y miles de judíos griegos hacia los campos de exterminio.

La historia que Beckermann recupera no es nueva: toda la película está basada en materiales de archivo de acceso público (entrevistas, debates, noticias en televisión) pero su afán no es investigador. No trata de revelar nada que no se conociera: la película no se presenta como periodismo de investigación, sino que trabaja sobre la memoria (la individual, en este caso, como punto de partida hacia la memoria colectiva) y el archivo para tratar de entender nuestro presente. Para quien no conozca el caso de Waldheim, la película será desde luego reveladora, porque expone con crudeza la colección de excusas y mentiras que el entonces candidato a presidente de Austria desplegó con tal de ocultar o al menos maquillar su pasado nazi. Pero lo realmente interesante es la manera en que, a partir de un uso muy inteligente del archivo, procedente de todo tipo de cadenas de televisión, combinado con una voz en off que hace su aparición de forma muy puntual, y muy precisa (lejos, por supuesto, de la falsa objetividad periodística, pero lejos también de cualquier ensimismamiento), la película pasa de lo personal (el caso de Waldheim) a lo colectivo, para dibujar cómo el ejercicio del candidato, ese intento de negar su pasado nazi, no es sino una muestra de un gesto colectivo, realizado por el país entero tras la Segunda Guerra mundial: en lugar de asimilar y aceptar su responsabilidad, como hiciera Alemania, Austria quiso verse a sí misma como una víctima del III Reich, y no como un colaborador necesario. Y sobre esa mentira el país entero construyó su futuro y su democracia.

Beckermann lleva todo ese material al presente, sin necesidad de hacerlo de forma obvia, para plantearnos la duda sobre qué y cómo construimos nuestra identidad colectiva, y qué tipo de democracias queremos construir para hacer frente a la cada vez más obvia presencia de las fuerzas y corrientes fascistas, renovadas, escondidas, maquilladas, que ponen en riesgo las sociedades que creíamos (probablemente de forma equivocada e ingenua) abiertas, tolerantes y democráticas. La película se refiere de forma evidente a la actualidad política austriaca, país gobernado desde hace relativamente poco por un presidente y un gobierno de tendencias más que derechistas, pero de forma más general a todas las sociedades que han de hacer frente a la insurgencia de un pasado que no termina nunca de marcharse.

The Waldheim Waltz, cuya única fuente de material son imágenes procedentes de los medios de comunicación, contiene o provoca una reflexión sobre los propios medios transmisores y creadores de imágenes, que en última instancia son los responsables de crear, difundir o consolidar ciertas “verdades políticas” que terminan por ser asumidas como únicas. En el caso de Waldheim, tanto él como todos los miembros de su partido se empeñaron en despreciar las acusaciones hechas desde el World Jewish Congress, la organización internacional que sacó a la luz pública los documentos, fotos incluidas, que probaban la implicación directa del candidato en las deportaciones nazis, como una simple “conjura judía”, alimentando así además las tendencias antisemitas de cierta parte de la población austriaca, y ese mensaje fue ampliamente recogido por todos los medios de comunicación. El trabajo de Beckermann pasa por usar esas mismas fuentes materiales, esas mismas imágenes mediáticas, para despojarlas de esa “verdad”, desenmascarándolas como construcciones que terminan por asumirse como verdades únicas, y sacando a la luz su lado más oscuro: el de la batalla política como una batalla publicitaria, mediática, y no como una cuestión ideológica, pero también el de la amenaza constante del fascismo. GONZALO DE PEDRO





-Le Lion est mort ce soir (Francia, 104'), de Nobuhiro Suwa

Hubo que aguardar ocho años para disfrutar del sexto largometraje de Suwa, y la espera valió la pena. Tras Yuki & Nina (2009), el director japonés filmó una historia que gira en torno a la pérdida, en la que también se encuentran muchos de sus temas recurrentes y los rasgos más definitorios de su caligrafía narrativa. Y en la que vuelve a trabajar en torno a la improvisación, a partir de un guion previo prácticamente inexistente.

La trama gira en torno a Jean (Jean-Pierre Léaud), un actor que ya ha superado los 70 años y que aprovecha el descanso forzoso que le ofrece un rodaje en un pueblo de la costa francesa para ‘reencontrarse’ con el fantasma del amor de su vida, fallecida hace más de cuatro décadas, y también para rodar una película paralela con un grupo de niños a los que descubre ‘jugando’ a hacer cine y para los que se convierte en su máxima inspiración.

Le lion est mort ce soir es una película que respira una vitalidad contagiosa y una fuerte carga de libertad narrativa. El realizador de Un couple parfait (2005) recurre esta vez a un juego de reflejos entre realidad y cine, vida y muerte. Los espejos están muy presentes a lo largo de toda la película, a pesar de “mostrar una falsa profundidad”, como asegura el protagonista. Precisamente, Jean y Juliette (Pauline Etienne), su novia fallecida trágicamente, se reencuentran frente a un espejo y así tienen por fin la oportunidad de despedirse, algo que no pudieron hacer en vida. Suwa vuelve a demostrar un mimo absoluto a la hora de situar la cámara y la mueve como si estuviera arrullando al espectador, con cadenciosos travellings y fundidos en negro que puntúan cada secuencia onírica. FERNANDO BERNAL



-Per una rosa (Italia, 18'), de Marco Bellocchio.

En este cortometraje del gran realizador italiano se cuenta una pequeña historia ligada al primer día de trabajo de Elena (Elena Bellocchio) en un bar/café de Bobbio, frente a un bello puente que cruza el río de la ciudad. Allí Elena va conociendo a algunos de los personajes del lugar (la dueña, el encargado y un par de habitués) y observando las relaciones entre ellos, cada uno con sus peculiaridades: desde el hombre obsesionado con la rosa del título que forma parte de su pasado y quizás de su presente hasta las miradas para ella intensas que se cruzan la dueña y el barman, entre otros. Con una atmósfera casual pero a la vez casi onírica, la película se guarda para el final una pequeña escena que embellece aún más al film por su naturalidad y frescura, transformando ese día de trabajo en lo que uno imagina será un recuerdo para toda la vida de la joven protagonista. DIEGO LERER





-Pororoca (Rumania-Francia, 152'), de Constantin Popescu

Tras un breve prólogo en que se nos presenta a la familia protagonista (padre, madre, hijo e hija; todos felices), la película rumana Pororoca inaugura con fuerza su propuesta de puesta en escena a través de un largo plano secuencia. El padre (Bogdan Dumitrache) ha llevado a su hija de cinco años al parque y mientras ésta juega él se dedica a esperar sentado en un banco. La cámara se mueve lentamente por ese entorno, fijándose en detalles aunque nunca abandonando el plano general. Vemos, al fondo, una discusión entre una mujer y el dueño de un perro, a la hija del protagonista yendo a comprar helado, al padre atendiendo varias veces el teléfono, a un hombre que vende globos…

La tensión sólo crece (mínimamente) en los detalles inscritos en la profundidad de campo, pero de repente la niña no está y lo ausente se convierte, ya para toda la película, en aquello que centra el relato. El plano continúa pero ahora abandona claramente su posición fija y se dedica a perseguir al padre que, poco a poco, empieza a desesperarse. Baja una pequeña cuesta por miedo a que su hija haya caído en un lago, pregunta a los demás padres si la han visto, y, al rato, decide llamar a la policía en una decisión que marcará el final del plano. En ese instante ya queda claro que la tranquilidad previa ya nunca volverá a la película: Pororoca es una película donde el fuera de campo invisible será la principal herramienta para estructurar la cinta.

En su crescendo dramático, apuntalado en la obsesión del protagonista por encontrar a su hija y al culpable de su desaparición, Pororoca recuerda en parte a otros thrillers recientes como Prisioneros o Big Bad Wolves pero, a diferencia de estos, muestra mayor interés por la deserción de las expectativas narrativas que por la idea de cerrar unívocamente el relato. Si en el plano secuencia inaugural la cámara se limita a acompañar al padre, en un plano secuencia de clausura, la cámara persigue; en ninguno de los dos se muestra capaz de adelantar los movimientos del protagonista pero la urgencia ya es distinta. Entendemos que lo que al comienzo era una cámara que escoltaba, ahora es ya una que estorba.

En el tortuoso tránsito dramático que perfila el film, Popescu construye una escalada de desesperación que nunca subraya el dolor sino el progresivo deterioro de la esperanza. Pororoca dura 150 precisos minutos en los que la investigación como tal tiene mucha menos importancia de la que a priori se podría haber imaginado: volvemos al escenario del crimen, volvemos a comisaría e incluso volvemos una y otra vez a varias fotografías del fatídico día que puedan ofrecernos alguna pista, pero lo que interesa al director de Principles of Life no es solucionar la desaparición sino descubrir otro misterio, aquel que lleva a un hombre a convertirse en el otro, mutando frente a nuestros ojos y frente a la cámara. ENDIKA REY





-Sollers Point (Estados Unidos, 101'), de Matthew Porterfield

Hay un momento en Sollers Point donde se asegura que las acciones son un espejo del carácter. Consecuentemente, a lo largo de sus cien minutos de metraje, el director Matt Porterfield (Putty Hill, I Used to Be Darker), en un acto de generosidad, se concentra en observar las acciones de sus personajes –la dimensión física de sus quehaceres– en detrimento de un acercamiento basado en el enjuiciamiento de sus conductas. La película comienza con un Keith (McCaul Lombardi) encerrado que ha pasado nueve meses en casa bajo arresto domiciliario. En una bella elipsis —que nos lleva de un tobillo con un brazalete policial a otro pie, ahora ya desnudo, que corre por la ciudad— Keith recupera su libertad, pero sus acciones a partir de ese instante reflejarán más un viaje de ida y vuelta que un escape.

Uno de los grandes aciertos de Sollers Point es que, pese a poder salir de casa, nunca deja de estar presente la idea de que el protagonista sigue encerrado. Hay un deambular constante por la ciudad en el que visitamos el pasado de su protagonista (la banda con la que trapicheaba, su ex novia), su presente (un padre castrador, la compenetración con su hermana) e incluso sus posibilidades de futuro frustrado (la chica que conoce en la universidad), pero pese a todos esos encuentros siempre da la sensación de que estamos asistiendo a una repetición de errores ya cometidos. Si antes Keith no podía salir de casa, ahora entendemos que tampoco puede escapar de un Baltimore que se ha acostumbrado a vivir sin él pero que, al mismo tiempo, no le permite el abandono. Éste será uno de los grandes triunfos de Porterfield: más que describir a su personaje principal, lo que sus acciones reflejan es todo un contexto, una ciudad americana de provincias donde todos los rincones hablan de un vacío que resulta mucho más penetrante que la reclusión.

En este sentido, la película incide en la vida pasajera, aquella donde nada permanece y todo se va improvisando sobre la marcha, pero también aquella marcada, lamentablemente, por la soledad. Keith es, ante todo, una figura solitaria en movimiento. No resulta anecdótico que el coche sea uno de los pocos objetos que realmente energizan el relato: desde la camioneta que le presta el vecino a Keith, pasando por el coche que le regala su hermana y culminando con el vehículo paterno, Sollers Point aprovecha la idea del automóvil como sinónimo de esa libertad en la que uno no deja de estar recluido entre cuatro paredes. Las secuencias en las que Keith conduce por la ciudad, yendo de un sitio a otro pero siempre dando la impresión de no llevar un rumbo fijo, condensan el espíritu de una película más interesada en el cuentakilómetros que en la velocidad.

El coche proporciona, además, una de las secuencias más bellas de toda la cinta. Tras volver a dedicarse a la venta de drogas a pequeña escala, Keith recoge en su coche a una drogadicta desesperada a la que le faltan cinco dólares para poder completar la compra. Semanas más tarde, el protagonista vuelve a encontrarse con la misma mujer en otra carretera pero esta vez ella está limpia y le asegura que no quiere comprar droga sino que la acerque al hospital. Ya en el coche, vemos como la mujer habla del precio de la metadona, del proceso y de sus ilusiones. Se trata de una secuencia que no pretende ejemplificar ni dogmatizar: Keith se alegra genuinamente de que su clienta haya conseguido abandonar su adicción y en ningún momento pretende hacerla cambiar de idea. Una reacción que contiene una toma de conciencia y un pequeño resquicio de esperanza. Keith seguirá montado en el coche una vez deje a su clienta en el destino, pero con esta secuencia Porterfield ilumina brevemente Sollers Point y parece afirmar que las reacciones también son un espejo. ENDIKA REY



También se exhiben en esta sección:

-Aún me quedan balas para dibujar (España, 16'), de Ramón Lluís Bande

-Cortos Cartoon Saloon: Cuilin Dualach, de Nora Twomey + From Darkness, de Nora Twomey + Late Afternoon, de Louise Bagnall + Somewhere Down the Line, de Julien Regnard + Ledge-End Of Phil, de Paul Ó Muiris + Old Fangs, de Adrian Merigeau

 

COMENTARIOS

  • 2/04/2018 13:18

    Hoy estuve 8.30 en la cola con 20 jóvenes sub.25 adelante. Sali con las entradas a las 11.40.

  • 29/03/2018 9:55

    Catálogo y grilla disponibles aquí: http://festivales.buenosaires.gob.ar/2018/bafici/es/publicaciones

  • 28/03/2018 18:05

    Cada una de las funciones de La flor va como función separada a 20 mangos la entrada, el lunes creo que suben la grilla y el catálogo lo podes ver en Micropsia

  • 28/03/2018 10:37

    El Festival llega a los 20 años y, de alguna manera, acentúa cierta involución desde hace unos años. Este año no hay grilla y la información de la página de Festivales de Buenos Aires es bastante confusa; por caso, las funciones de La Flor; cada una de las tres funciones ¿Corresponde a cada una de las partes o son los 840 minutos completos? Cada vez da menos ganas de ir...

  • 24/03/2018 23:22

    por favor, ¿¿¿¿pueden emitir la grilla???? ¿¿¿quizá mandarmela a mi mail???? Gracias

  • 24/03/2018 13:41

    Diego: ¿el lunes 26 ya se podrá consultar la programación con horarios? ¿Y luego se podrá conocer las funciones de prensa? Gracias y un abrazo. Alberto

DEJÁ TU COMENTARIO


FESTIVALES ANTERIORES


Todos los premios - #BAFICI2025
OtrosCines.com

-Este sábado 12 de abril se entregaron en La Usina del Arte las distinciones de la vigésima sexta edición del festival porteño.
-LS83 obtuvo el Premio Ciudad de Buenos Aires al mejor largometraje nacional en todas las competencias.
-La virgen de la Tosquera logró el Gran Premio del Jurado de la Competencia Internacional; y Bajo las banderas, el sol, el de la Competencia Internacional.

LEER MÁS
Críticas de “The bewilderment of chile”, de Lucía Seles, y “Lo deseado”, de Darío Mascambroni (Competencia Argentina) - #BAFICI2025
Diego Batlle

El nuevo film de Seles ganó el Premio Especial del Jurado de la competencia dedicada a lo nuevo del cine nacional.

LEER MÁS