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Crítica de “The Brutalist”, película de Brady Corbet con Adrien Brody, Felicity Jones y Guy Pearce (Competencia Oficial) - #Venecia2024
Con sus más de tres horas y media de duración y su propuesta impactante y radical, el nuevo film del director de The Childhood of a Leader (2015) y Vox Lux: El precio de la fama (2018) rodado y proyectado en 70 mm se convirtió en uno de las más comentados de esta edición de la Mostra.
The Brutalist (Estados Unidos, Reino Unido, Hungría/2024). Dirección: Brady Corbet. Elenco: Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Joe Alwyn, Raffey Cassidy, Stacy Martin, Isaach De Bankolé y Alessandro Nivola. Guion: Brady Corbet y Mona Fastvold. Música: Daniel Blumberg. Fotografía: Lol Crawley. Edición: Dávid Jancsó. Duración: 215 minutos. En Competencia Oficial.
The Brutalist narra el viaje del arquitecto judío de origen húngaro László Tóth (Adrien Brody), que emigra a los Estados Unidos en 1947. El consumado profesional, instruido en la Bauhaus y sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración, reconstruye su vida en ese nuevo destino, buscando reencontrarse con su familia (lo que, a su tiempo, logrará). Mientras espera noticias del traslado de su esposa desde Budapest, el destino lo conecta con el millonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un capitán de industria obscenamente rico, que le abre un posible camino al éxito pero también las puertas a una sumisión que podría anular su mirada artística.
Coescritas por Corbet y su esposa Mona Fastvold, las 3 horas y 35 minutos de metraje cuentan con un intermedio que separa lo que, en cierta medida, parecen dos películas. En la primera, la recreación detallada de la América de posguerra es esperanzadora pero también pesadillesca. La posibilidad del reencuentro con su familia, de volver a canalizar su arte y, en definitiva, triunfar y realizarse, no está exenta de inconvenientes y hasta oscuridades profundas (su creciente adicción al opio). Si en todo el film la estética brutalista llama al exceso y la grandilocuencia, en la segunda parte eso se transforma en gravedad y un espíritu desaforado que puede distanciar algo al espectador. Lo que en el inicio era una relación del artista con su jefe y aparente benefactor que daba muestras de una no tan sorda disputa de poder (¿quién decide en definitiva los detalles de la faraónica obra proyectada es el arquitecto o el que pone el dinero?), con el transcurso del tiempo se desnuda como un intento de posesión y avasallamiento, casi de esclavitud. Es aquí donde, de manera provocativa y expresionista, los privilegios e injusticias, la negación del otro, la mirada del director sobre lo más oscuro del alma estadounidense toma la pantalla.
La expectativa e ilusión que se despierta al inicio se transforma en cierta confusión o más bien aturdimiento frente a la bulímica actitud de Brady Corbet, por su pulsión de acumular “grandes momentos”, por las imágenes con las que redunda en el tormento que devora a László Tóth. En la primera parte, la acogida por parte de su primo Attila (Alessandro Nivola) en Pensilvania tiene un triste final, pero lo que sucede con Van Buren (que no se adelantará aquí, claro está) lleva la pesadilla hasta los infiernos más profundos. El choque entre el “arte” y el “capital” es mostrado de forma salvaje; más que de metáforas puede hablarse de la reiteración de gruesas consignas y lugares comunes.
El reencuentro con su esposa Erzsébet (Felicity Jones), en sillas de ruedas por la desnutrición que le causó osteoporosis en su paso por un campo de concentración, pero con los pies más en la tierra que el arquitecto, en principio renueva las fuerzas del artista. Pero, como sucede con la descomunal obra emprendida en una colina, cerca de la mansión familiar en honor de la fallecida madre del millonario financista, la muy interesante propuesta sucumbe por la enormidad de sus ambiciones. Demasiados “temas importantes” lastran la narración: la mentira del sueño americano, la discriminación y antisemitismo, la profunda ignorancia de la oligarquía, las perversiones del alma humana... Lo que sucede en Carrara (a donde viajan arquitecto y financista en búsqueda del mármol para el altar central de la obra que incluye iglesia pero también biblioteca, gimnasio y enorme sala para eventos) resume bien los méritos y problemas de la película: el paisaje blanco de la mina deslumbra cuanto aplasta por su gigantismo; la explicitud de la violencia, hasta entonces omnipresente pero contenida, lleva al límite cualquier atisbo de verosimilitud.
Excesiva y despareja, agotadora en definitiva, se agradece la voluntad del realizador de no atarse a los límites habituales de este tipo de films que pretenden “contar una época”. Rodada y proyectada en 70 mm, no son pocas las imágenes que quedarán en la memoria. El final, con la increíble escena de la denuncia efectuada por Erzsébet y luego el video que nos muestra el reconocimiento al artista en la Bienal de Venecia en 1980 repiten esa tensión y contradicción que recorre toda la película. La primera subraya hasta lo indecible; el segundo, en su premeditada fealdad, incluye una revelación que modifica por completo la percepción y significado de aquella inconclusa y desaforada obra.
Nos quedamos con lo positivo. No se ha visto hasta ahora en la Competencia Oficial de esta edición de la Mostra otra película con mayor compromiso y riesgo para poner en la pantalla la personal mirada de su director. Preferimos los excesos y hasta algunos yerros antes que la búsqueda consistente y descarada de acomodarse a lo que se entiende que es el canon de los festivales.
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