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Españoles en Hollywood: Críticas de “Colossal”, de Nacho Vigalondo, y “Un monstruo viene a verme”, de J.A. Bayona

Se presentaron las incursiones de dos créditos locales en el cine fantástico a gran escala y los resultados fueron un poco frustrantes.

Publicada el 22/09/2016

Se sabe -o, al menos, es un mito popular- que los argentinos somos las personas más psicoanalizadas del mundo, o los que mayor proporción de psicoanalistas por habitante tienen. Es dable pensar que una de las consecuencias de esa costumbre es la falta de una gran tradición de cine fantástico nacional. Si algo tiene el cine fantástico es la posibilidad de trabajar ese tipo de miedos, traumas y problemas de una manera en la que la imaginación y la aventura sean los motores de cambios y superadores de traumas. El cine de género se sostiene mucho en ese precepto: la aventura es la que transforma al personaje. Acá, bueno, acá hablamos con algún sujeto hasta que, quizás, algo se resuelve. O no.

Voy a arriesgar una teoría inversa: un país menos psicoanalizado genera un mejor cine de aventuras, de acción, de género fantástico. O debería hacerlo. Esas cosas que no pueden expresarse en palabras, esas metáforas que no tienen correspondencias lineales, se vuelven acción, movimiento, trampa, problema, solución. No se habla del trauma infantil: se mata al dragón. Y listo.

Es por eso que me sorprende el fracaso relativo de las dos de las más esperadas películas españolas de género aquí en San Sebastián, como son Colossal, de Nacho Vigalondo y Un monstruo viene a verme (A Monster Calls), de J.A. Bayona. Menos habituados a expresar en palabras sus traumas y temores, los directores españoles han hecho gala, históricamente, de un gran cine de género, en el que lidian con eso que no se dice pero que nos impide superar determinados momentos o situaciones en nuestras vidas.

Espero que no sea por la cantidad de argentinos que viven aquí -o porque los directores se psicoanalizan-, pero lo cierto es que en ambas películas la metáfora ha sido reemplazada por la literalidad, la aventura por la conversación y la imaginación por la sesión terapéutica, más aún en el caso de la de Bayona. Ambas películas tienen muchas cosas en común: son grandes producciones hechas por españoles en inglés, tienen elencos de celebridades internacionales y combinan una trama más o menos realista con personajes fantásticos, criaturas, gigantes, monstruos y robots. Pero no los ponen en funcionamiento, no los convierten en motor de la aventura, ni de la acción. Los usan como literales manifestaciones de un conflicto del protagonista.




En la reciente El buen amigo gigante -y la mejor literatura/cine infantil de fantasía-, las criaturas mágicas existen para envolver a los protagonistas en viajes extravagantes, para hacerlos enfrentar criaturas, resolver problemas físicos, superar miedos a través de la acción, superar conflictos mediante el recurso de la aventura. El problema de la mujer adulta y alcohólica de la película de Vigalondo y del niño cuya madre está al borde de la muerte en la de Bayona tienen manifestaciones “monstruosas”, pero apenas si se expresan en la acción. En la primera es tan literal la metáfora que el monstruo replica los movimientos de los protagonistas. Y en la segunda, el monstruo es un árbol gigantesco que tiene sesiones de terapia con el niño protagonista, con horario de cita y todo. No hacen más que hablar y contarse cosas. Y todas las metáforas visuales intrigantes y potencialmente poderosas del filme quedan reducidas a su explicación freudiana más banal y predecible.

En Colossal es una mujer alcohólica (Anne Hathaway) la que descubre que su consumo de bebidas se ve reflejado, mágicamente, en un monstruo estilo kaiju que azota las calles de Seúl. Cuando ella levanta el pie en su pueblo al que vuelve a reencontrarse con sí misma luego de un fracaso sentimental, la criatura pisa gente y edificios del otro lado del mundo. Y cuando su amigo de la infancia, potencial interés romántico que luego se convierte porque sí en un villano repulsivo, se pelea con ella, en Seúl aparece un robot que hace lo mismo. Sus peleas y conflictos personales se vuelven literales peleas y conflictos entre dos gigantes de película de criaturas asiática.

Esto, que en los papeles puede tener cierta gracia, se vuelve obvio y reiterativo en el film. Hay algunos buenos momentos, situaciones simpáticas y un final con cierta originalidad, pero la película está aprisionada por su metáfora. El trauma infantil que lleva a Gloria, la protagonista, al alcoholismo, supuestamente ligado a su relación con Oscar (Jason Sudeikis) es de un reduccionismo tan desesperante como finalmente banal.




En Un monstruo viene a verme es aún más obvio. Si bien es una película que celebra el arte, la imaginación y la creatividad, aquí está todo eso encorsetado por lo que finalmente es un drama acerca de un chico de unos doce años que vive el duro trance de atravesar la inminente muerte de su amada madre (Felicity Jones) y de convivir con su insoportable abuela (Sigourney Weaver). El monstruo que lo visita en sueños no lo lleva a un país de gigantes ni a atravesar selvas, matar dragones o enfrentar criaturas. No. Le habla. Le cuenta historias. Y le pide que el niño le cuente una, una que es evidente desde el primer minuto del filme. De vuelta, toda la imaginación de la puesta en escena y la belleza formal del film queda atrapada en una literalidad de realismo psicológico que es desesperante. Es como si el extraterrestre de E.T. -la película de Spielberg- se sentara a hablar con Elliot para decirle cómo debe lidiar con su padre.

Sí, los monstruos, las criaturas y las pesadillas cumplen -o pueden cumplir- esa terapéutica función, pero la experiencia cinematográfica es la que debe ser priorizada en el cine fantástico, la que debería llevar a esos miedos y traumas (el alcohol, el accidente violento de la infancia, la ausencia paterna, la enfermedad materna) a resolverse mediante la acción: matar a la ballena, enfrentar a la bestia, atravesar el bosque oscuro. Si lo que el lobo va a hacer con Caperucita es sentarse a hablar no necesitamos ni lobos ni Caperucitas. Y las películas serían mucho más económicas y realistas. Así, no son ni una cosa ni la otra. Son dramas --sobre una mujer que no encuentra su camino en la vida y sobre un niño que tiene que asumir la muerte de su madre-- que no se atreven a asumirse como tales y se disfrazan de otra cosa para vender más tickets. Pero lo hacen sin convicción y sin ánimo real de fantasía. Tal vez, ¿quién sabe?, ya haya demasiados argentinos por aquí y les arruinamos la imaginación y las pesadillas a los españoles tirándoles por la cabeza nuestras Obras Completas de Freud.


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