Festivales
Entrevista a Benjamín Naishtat, director de El movimiento (Cineasti del Presente)
Por Diego Batlle
Tras Historia del miedo, elogiada ópera prima que tuvo su estreno mundial en la Competencia Oficial de la Berlinale 2014, este realizador de 29 años formado en la FUC y en Le Fresnoy de Francia rodó en blanco y negro El movimiento, película con Pablo Cedrón ambientada en 1835, a partir de una iniciativa original del festival coreano de Jeonju. En este amplio diálogo explica los detalles de este extraño y notable film poco antes de su exhibición en Locarno.
-¿Cómo fue la experiencia de hacer una película tan rápido y con una un plazo definido para llegar a Jeonju en contraste con una ópera prima como Historia del miedo, que te llevó tanto tiempo desarrollar?
-El movimiento se filmó en diez jornadas y media, y toda la posproducción, incluyendo montaje, edición y mezcla de sonido, efectos y dosificado, se hizo en menos de dos meses. A la distancia pienso que aceptar la invitación y esos plazos que eran los necesarios para llegar a Jeonju con la película terminada fue algo temerario y voluntarista, una sobreestimación de la propia capacidad. Dicho eso, fue una experiencia emocionante, llena de vértigo. La experiencia de Historia del miedo había sido completamente distinta, marcada por la paciencia y perseverancia de los años de talleres, laboratorios y aplicaciones a fondos. Indudablemente el tempo del proceso creativo y de producción incide en el tempo de la película y creo que ahí donde Historia del miedo resultó un film sumamente cerebral, con todo lo tedioso que eso puede resultar, El movimiento es una propuesta más frenética e instintiva. La contraparte obvia es que con más tiempo algunas cosas hubieran madurado un poco más, particularmente en el montaje.
-¿Cuál fue el presupuesto que aportó Jeonju y cómo armaste la producción local para hacer una película de época que seguramente demandó una inversión mayor?
-Jeonju aportó unos 90.000 dólares. Iban a ser más, pero el won (la moneda surcoreana) se devaluó un poco durante el verano. Era gracioso y absurdo seguir por Internet la cotización del won para ir decidiendo qué escenas eran posibles y cuáles no. En un primer momento pensamos en hacer la película solamente con ese dinero, no tanto por cerrarse a otro tipo de estructura sino por los mencionados plazos, que no daban lugar a aplicaciones u otras alternativas. Pero hubo un momento bastante crítico donde se hizo evidente que si queríamos filmar esta película en esos plazos íbamos a exigir muchísimo esfuerzo del equipo y del elenco, lo cual hacía no ya deseable sino absolutamente necesario que las condiciones de trabajo fueran óptimas, independientemente de que algunos de los colaboradores vengan trabajando conmigo desde hace ya unos cuantos años. En ese momento Federico Eibuszyc y Bárbara Sarasola Day, los productores de Pucará Cine, tuvieron la idea de buscar un socio que aportase recursos y una estructura capaz de transformar en tiempo récord lo que iba a ser una película totalmente independiente en una pequeña producción industrial ajustada a todos los convenios colectivos de trabajo y apta para preclasificar ante el INCAA. Ese socio fue Diego Dubcovsky (Varsovia Films). El costo terminó siendo el estándar de una película chica que se hace dentro de los parámetros industriales, es decir, más del doble de lo aportado por Jeonju.
-¿Cómo surgió la idea de hacer una película ambientada en 1835 que tiene algo de historia de pandillas, algo de western, algo de drama político y de costumbrismo folclórico? ¿Por qué te interesó particularmente ese período?
-La idea original fue un desprendimiento de un proyecto que vengo desarrollando e intentando financiar hace años que se llama Rojo, para el que estudié en profundidad el terror de las patotas parapoliciales durante el período 1974-1976. Ciertas consignas de esa época, cantadas por grupos como el CNU o el grupo Tacuara, eran "Perón, Mazorca, los Zurdos a la Horca". Esa amalgama y la referencia de la Mazorca me llevaron a comprender que la Historia Argentina hay que entenderla orgánicamente, y entonces me dediqué a estudiar esa época, la que se suele llamar de desorganización nacional. Es un período interesantísimo, especialmente fundacional para nuestra idiosincrasia política. Rosas parte en 1833 a hacer su campaña del desierto, que en rigor fue tanto o más sangrienta que la de Roca, y deja una suerte de vacío de poder en Buenos Aires. Su mujer y sus acólitos entonces tratan de mantener el orden con mano dura y fuerte persecución política. Hasta entonces había habido bastante tolerancia. Esa época es el apogeo de la Mazorca, una suerte de policía política, donde hay purgas y linchamientos sumarios llevados a cabo por un gauchaje muchas veces libertino que actuaba por motus propio y en su propio beneficio. El propio rosismo se fractura entre dogmáticos y lomos negros. Lo veo como una suerte de momento primitivo del patoterismo nacional, ese que volvemos a ver en la Triple A en los años ‘70, o ahora en las patotas de las actuales burocracias sindicales, y en las barras bravas, por citar apenas los ejemplos más cabalmente gráficos e innegables. Dicho todo esto, El movimiento no está basada en hechos reales, se presenta más bien como una distopía donde conviven diversos episodios reales e inventados. De ninguna manera se aborda la antinomia Federales/Unitarios, que a mi criterio tiene mucha falsedad ideológica, de ambos lados había autocracia e intereses espurios. Alcanza con recordar el fusilamiento de Dorrego o ver la cantidad de políticos que cambiaban de bando por conveniencia personal. El fusilamiento con cañón, por ejemplo, es algo que hacía Estomba, un coronel unitario que se volvió loco y se cambió el nombre a Demóstenes. Recorría la Pampa matando a diestra y siniestra, y su tropa lo seguía. Pasaban ese tipo de cosas.
-¿Por qué elegiste a Pablo Cedrón como protagonista y cómo fue el resto del casting, por qué filmaron en blanco y negro con tantas escenas nocturnas?
-Al poco tiempo de iniciar la escritura del guión empecé a pensar que el personaje principal, que no tiene nombre, era para Cedrón. Tiene una presencia y una potencia física que es rara de encontrar, además logra expresarse perfectamente en un castellano atemporal y de ninguna parte, porque vivió en muchos lados. Sabe muchísimo de Historia y de política, lo que permitió enriquecer aspectos del personaje y del guión. Como si esto fuera poco es un gran jinete y conocedor de la vida de campo. Fue un desafío y a la vez un placer trabajar con un actor de su talla. Luego hay dos personajes muy importantes, que en la ficción son sus acólitos. Uno de ellos en la ficción es mudo y lo hace Marcelo Pompei, que fue profesor de filosofía en la facultad y tiene una presencia muy misteriosa. El otro es una especie de obsecuente total, lo hace Francisco Lumerman, un gran actor con el que había trabajado en Historia del miedo. Completan el elenco varios actores que quizás son más conocidos del teatro como Alberto Suárez, Agustín Rittano, Lisandro Penelas, Gabriel Kogan y Céline Latil, una chica muy joven que brilla en la escena final. Tanto la elección del blanco y negro como el formato 4/3 tiene que ver con una asociación muy básica y natural que se dio en mi cabeza desde el principio, de que el pasado debía tener algo de cine primitivo. También me permitía evitar el paisajismo y concentrarme en los personajes, evitar el riesgo de la contemplación en un proyecto que debía ser intenso y lleno de acción. Inicialmente iba a ser totalmente nocturna la película, para generar esa especie de sinfin espacial, de pampa metafísica, y también claro porque teniendo un presupuesto muy bajo mientras menos hubiera que mostrar mejor. Pero algunas acciones pasaron a ser de día y creo que fue un acierto, es como un respiro que se haga de día. La dirección de fotografía es mérito de la brillante Soledad Rodríguez, ahora a.k.a Yarará Rodríguez. Usamos mucho fuego y cuando el viento lo permitió, bolas chinas, para mayor suavidad. Se intentó evitar todo lo posible el farolazo, incluso a veces sacrificando información y rozando el negro total.
-¿Cómo fue la recepción en Jeonju y qué expectativas tenés para Locarno y para el futuro recorrido del film?
-Fui a Jeonju con bastante miedo porque los coreanos habían pagado una parte importante de la película casi sin saber qué iban a recibir y les llevé una especie de experimento sobre las guerras intestinas del siglo XIX. Era difícil saber hasta qué punto podían empatizar con el resultado, aunque tenía el precedente de la buena recepción de Historia del miedo en ese festival. Afortunadamente el estreno fue positivo, con sala llena y una hora de debate después de la proyección. El público coreano es muy respetuoso e inmensamente curioso, además -como es sabido- en cine tienen una de las mejores industrias del mundo en cuanto a calidad, cantidad, variedad y consumo de lo propio. Ahora la película va a Locarno, lo que es obviamente muy positivo, pero las expectativas son moderadas. Esperamos que tenga un buen recorrido de festivales, que igualmente dejan un sabor agridulce por lo efímero, y vamos a buscar una estrategia plausible para lograr el mejor estreno nacional posible.
-¿Cómo analizás a la distancia todo lo que pasó con Historia del miedo, desde gente que le gustó mucho hasta otra que la odió, desde su estreno mundial en competencia en Berlín hasta su difícil recorrido comercial?
-A la distancia creo que tuve mucha fortuna, en el sentido de que una película como Historia del miedo estrenándose en la competencia de Berlín parecía casi un malentendido, pero que igualmente le permitió alcanzar una proyección impensada, recorriendo una inmensa cantidad de países en todo el mundo y con estreno comercial en un puñado de territorios. La crítica obviamente fue muy dividida, ya de por sí era una película muy imperfecta, acaso demasiadas veces reescrita en esos largos años de sacar adelante una ópera prima, y la competencia en Berlín no ayudó porque generó quizás alguna expectativa no cumplida. Para los productores y para mí fue una película sumamente exitosa, trajo oportunidades como esto de Jeonju, que es una consecuencia directa del paso de Historia del miedo por Corea. Luego algunas cosas dejaron un sabor amargo como el bajísimo número de espectadores a nivel nacional (menor que el que hicimos en Brasil, por ejemplo) o el hecho de que nos estafó el agente de ventas norteamericano que tomó la película.
-¿Qué proyectos manejás actualmente? Rojo quedó como suplente en el concurso de coproducciones con Brasil ¿Será ese tu tercer largometraje o mientras sale la financiación harás algo menos ambicioso?
-Rojo es un proyecto en el que vengo invirtiendo años de trabajo y voy a hacer lo posible por sacarlo adelante, a pesar de que necesita una cantidad de dinero que es difícil de reunir. Es una película bastante más convencional que las anteriores en términos narrativos, rozando un poco el thriller psicológico. Aborda la indiferencia y complicidad de la sociedad civil para con el terror estatal en los años ’70, que creo que es un tema del que es necesario hablar de un modo cinematográfico, no tanto desde lo discursivo y la coyuntura actual. Fuimos con los productores de Pucará Cine a varios mercados internacionales y sentimos que hay interés, conseguimos varios socios en Europa y Latinoamérica, pero dependemos de los fondos. Sin el fondo de coproducción con Brasil lamentablemente todo está en veremos...
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